Óscar Lovera Vera, periodista

Los investigadores lograron encontrar evidencias concluyentes de quienes pudieron estar en contacto con los objetos robados a Johann, pero algunos componentes de los investigadores se engranarían y la maquinaria fallaría en su objetivo: aclarar el crimen.

Uno de los policías no creía que Wilson lo haya ocultado de manera tan absurda. ¿Bajo un colchón? Sin embargo, mucho ya no importaba, pues lo más importante fue que el paradero actual de esas dos armas implicaba directamente al policía corrupto con el crimen de Johann. Ese mismo lugar que ya solo servía como reino para los ácaros, un viejo panel de espuma gastado, amarillento, hediondo y, en consecuencia, era preferible el suelo antes de acostarse encima. El rostro de felicidad en los investigadores era notable, no existía forma de ocultar la satisfacción de haber encontrado esas dos pistolas con algunos proyectiles en su recámara y alveolos del tambor. Eso le daba un valor extra a la prueba, pues de estar registradas de alguna manera podrían conectarlas con mayor fuerza a la víctima.

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DOS EVIDENCIAS

Para exhibir la primera de aquellas pistolas, el agente la tomó de la empuñadura y la mostró a una cámara de los reporteros que acompañaban el procedimiento. En aquellos tiempos era preferible que los medios de comunicación estén cerca y certifiquen cada movimiento de los agentes, dado que la polémica se daba en la objetividad que tendrían los investigadores al arrestar a sus propios camaradas. Trataban de mostrar transparencia teniéndolos como parte de su equipo, dándoles cada detalle de lo que hacían. El arma fue puesta frente a la cámara como un trofeo y solo cuando el camarógrafo lo asintió, cuando ya tenía la toma lograda, el agente la bajó de nuevo para introducirla a su bolsa de evidencias. La otra pistola que encontraron era una rareza para algunos, en apariencia un revólver, pero en su mecánica se alimentaba con un cartucho de calibre 14 milímetros y su colocación era similar a la acción de un rifle. Con esto tenían suficiente en la Fiscalía para procesar a Wilson.

La pregunta ahora iba dirigida a su suegra. ¿Qué tanto sabía la mujer sobre lo que sucedió en Piribebuy? La mujer negó sobre ello, desconocía por completo lo que hacía el hombre. Solo respondió que no tenía detalles de la actividad de su yerno de lo que él pudiera hacer en esa habitación. No lo solía molestar con cuestiones íntimas o laborales, por lo que era imposible darse cuenta, al ser policía, que esas armas estaban fuera de lugar en su vida cotidiana. Eso no impediría que los investigadores vayan con todas sus fuerzas contra los agentes de policía corruptos, los hermanos Sarabia y Julia, la viuda, todos los que –al parecer– componían la banda que habría asesinado y robado los 17 mil dólares a mediados de agosto del 2004, ya no faltaba nada… Aunque algo más podría ocurrir.

FRUTA PODRIDA

Pasaron los meses y pese a las nuevas pruebas en la investigación esta no avanzó. Se estancó como al principio. Nadie esta vez entendía por qué. Encontraron manchas de sangre de uno de los integrantes de la banda en la casa de Johann y esta misma sangre en el automóvil que Wilson dejó un taller de un chapista, el de Max, en la ciudad de Villeta. El chapista testificó que el policía le pidió que se deshaga de esa evidencia ocultando las manchas del tapizado con uno nuevo. Ese automóvil tenía una sola matrícula, su par estaba en la casa de los Sarabia. Eso los vinculaba nuevamente al igual que las armas que un principio encontraron en su vivienda. A ellos se sujeta Julia con las llamadas telefónicas antes del crimen, durante el atraco y varias veces después del homicidio. Eso es indicio suficiente para sospechar que tiene una implicancia en la planificación al menos. Y la prueba estrella, definitivamente, eran las armas de colección robadas que encontraron en la casa de la suegra de Wilson, que estaban bajo el colchón del dormitorio del agente. ¿Qué más necesitaban para concluir su caso? Esto sonaba una y otra vez en la mente de los policías que se pasaron noches y madrugadas tras los pasos de estos criminales. Ese pensamiento era recurrente y repicaba como un trozo de metal hueco que cae al vacío e incesantemente se estrella contra el suelo. Así se sentían. Frustrados. Esas mismas dudas que quizá hasta de los propios agentes que investigaban el caso se podría tener por su cercanía con el uniforme, por el vínculo con alguno de los sospechosos, pero no. Ellos eran los más interesados en avanzar. Finalmente era la Fiscalía la que debía presentar los nuevos elementos. Concluir el caso, presentar su acusación o pedir más tiempo, si así lo considerara. Sin embargo, nada de eso sucedía.

CASO ENTERRADO

Los meses comenzarían a partir de este momento a ser una clave para que el caso sea velado. Los abogados de la viuda, Julia Galeano Barrientos, comenzaron a presionar.

Ante el tiempo transcurrido y las pruebas no presentadas era de esperarse que los letrados golpeen la mesa de los juzgados solicitando explicaciones del porqué una persona sigue privada de su libertad al no tener ningún elemento que la vincule con el hecho punible que se le adjudica. El hedor a estrategia procesal se percibía a kilómetros y muy pronto se encontraría la fosa séptica que la emanaba. El 31 de diciembre de ese mismo año 2004, a tan solo cinco meses del asesinato de Johann, a mitad de una testifical sobre el crimen, la fiscal Liz Marie Recalde tropezó con una serie de inhibiciones que excusó como impedimentos para continuar con la investigación del asesinato del jubilado alemán. Por ello pidió que la aparten del caso y así fue.

Recalde, la misma que desde un principio encabezó el caso y demostró interés en identificar a los asesinos, con en el tiempo pintó una extraña dilución sobre la pesquisa hasta llegar a esto, tanto que muchos se preguntaron si el empantanamiento de los últimos meses fue parte de esto que estaban viviendo, licuar el caso por completo.

Lo que logró Liz Marie Recalde al bajarse del caso fue proporcionarles un salvoconducto, lo que no se sabrá es si fue con intención o no. Una vez que la fiscal se inhibió, la balanza de Astrea se inclinó por completo hacia los sospechosos del crimen.

En marzo del año 2005, los miembros de un Tribunal de Apelaciones revocaron la decisión del juez de Caacupé Segundo Ibarra. Aquella resolución pretendía un examen psiquiátrico y psicológico para Julia Galeano, pero con la resolutiva esto no sucedería.

A esto Julia le sumó unas líneas diciendo que existía un interés desmedido de la entonces fiscal del caso, Liz Recalde, para acusarla del asesinato de su esposo y la recusó unos días antes de que Recalde decidiera apartarse del caso.

Pero lo más insólito fue una denuncia que presentó Julia un tiempo después. En ella apuntó de nuevo a Liz Marie Recalde. En su escrito acusó a la ex fiscal de presionar a la nueva investigadora del caso. Según la viuda, Liz Recalde llamó por teléfono a la fiscal Blanca Mareco a pedirle que incluya a Julia en el caso del asesinato de Johann. La mujer, además, no evitó conectar a la fiscal Liz Recalde con el hijo de Johann, Mijael Reiser. Supuestamente ella lo estaba guiando en la causa de manera de tener detalles del caso y ser favorecido en la sucesión de bienes.

Con Mijael, residente en Alemania, se disputaron los bienes de la víctima abriendo un nuevo frente de conflicto. Según la viuda, Mijael se aprovechó de los días en que ella estuvo en prisión para quedarse con algunos bienes de su padre y lo denunció por obstrucción a la restitución de bienes, reducción y hurto agravado, y también lo hizo contra un amigo de Mijael, este era Gunter Dittmar, un joven alemán que jugó su papel clave en Paraguay para lograr que Mijael pueda acceder a las riquezas de su padre.

Entre las tantas teorías que rondaron estaba una que sugería una suerte de asesoramiento a Mijael de parte de la antigua fiscal del caso. Ni esta, Liz Marie Recalde, ni tampoco la actual, Blanca Mareco, volvieron a hablar del tema.

Nunca más se reactivó el caso y tuvo el peor de los finales, el olvido.

FIN


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