• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Las opciones no eran muchas. En realidad, se reducían a dos: leer o perecer. Morir de tedio en las interminables y calurosas siestas que envolvían al pueblo en su abrumador silencio. Las expediciones clandestinas y sin permiso en busca de guayabas, yvapurũ, ñangapiri, mandarinas o mangos (según la estación) o imitar a Tarzán sobre las barrancas legendarias del Pa’i Kue, desde un árbol que se recostaba arqueado sobre el arroyo Ñeembucú, no cubrían las inmensas horas que aún nos quedaban en ese lugar donde el tiempo parecía detenido.

Las noches eran igualmente eternas. La energía eléctrica proveída por Manufactura Pilar no alcanzaba a nuestro barrio. Y cuando lo hizo ya fue tarde: las velas y el candil ya habían carcomido nuestros ojos. Ojos ávidos de sumergirse, una y otra vez, en las revistas de la mexicana Editorial Novaro: Gene Autry, Roy Rogers, Red Ryder, La Zorra y el Cuervo, Tarzán (obviamente), El Pájaro Loco, Tom y Jerry y La Pequeña Lulú. La televisión era una palabra lejana y extraña. El cine renovaba su cartelera cada siete días. Eso si no llovía y la vieja ruta IV estaba habilitada.

De las manos de tías y tíos caíamos en las garras de Corín Tellado, Carlos Santander y Marcial Lafuente Estefanía. Hasta que la asombrosa biblioteca de la Escuela Normal de Profesores n.º 7 nos abrió las puertas a un nuevo mundo. Desconocido. Desde Alejandro Dumas a Emilio Salgari, pasando por el siglo de oro español y novelistas y poetas latinoamericanos. Y una edición de Hojas de Hierba, de Walt Whitman, así como los relatos cortos reunidos en un libro de Washington Irving, naturalmente con el célebre “La leyenda del jinete sin cabeza”. Y una antología de Edgar Allan Poe. Empezaba un viaje sin retorno en el Nautilus del capitán Nemo. Con los años aprendí a desembarcar en algunos puertos de la filosofía y la ciencia política. Siempre con la salvedad de que el último libro leído no es precisamente el más nuevo.

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La que gatilló estos recuerdos es la Ley de Fomento de la Lectura y el Libro promulgada el pasado lunes 29 de agosto. Todos los exponentes de la educación y la cultura calificaron el hecho como un “logro histórico”, después de varios años de lucha. Ahora viene el desafío mayor: conseguir que los niños y jóvenes vuelvan a entusiasmarse con la lectura. Por lo que, primeramente, sospecho, debemos entusiasmar a los docentes. Especialmente a aquellos que salen disparando de una institución a otra. Ni hablemos de la clase política, en su gran mayoría, que sienten pavor ante la sola mención de la palabra libro. Si la iniciativa prospera, tengo fe en que así será, las futuras generaciones podrían darnos una mejor representación, moral e intelectualmente. La cuestión es arrancar. Y en ese punto estamos.

Quizás los editores deberían convencer a sus escritores que consideren, aunque sea algunos aspectos, las recomendaciones del genial humorista, caricaturista y escritor Roberto Fontanarrosa, ya fallecido. “Primero y principal, no tiene que ser un libro gordo. Un libro gordo me parece un abuso de confianza del autor hacia mi tiempo (…) Segundo, y lo va a comprender la gente que ya tiene cierta edad, y no es por la madurez: tiene que tener letra grande. Hay escritores que escribían con letra muy chiquita, y ya a esta altura del campeonato ese esfuerzo es excesivo. Otra cosa: tiene que tener espacios en blanco. Si abro un libro y veo un mazacote negro, como si fuera un amontonamiento de hormigas, yo digo: ¿Por dónde entro al texto?”.

A propósito de estas observaciones, me recuerdan a las colecciones que suelen publicar algunos diarios. Letras pequeñas, abarrotadas y, peor, con errores. Y, finalmente, plantea que los capítulos sean cortos, que tengan diálogos, “porque a mí me gusta escuchar a los protagonistas”. Por supuesto que una vez avanzado en el hábito de la buena lectura, necesariamente, se debe trascender a los libros gruesos. Incluso, algunos divididos en tomos.

Antes de que se sancionara y promulgara la mencionada ley, largamente postergada, reiteramos, la elegida como viceministra de Educación Básica (ahora ya en el cargo), María Gloria Pereira, ya apuntaba a que la instalación de la cultura de la lectura conlleva, al mismo tiempo, una verdadera revolución. “Hay que incentivar a los alumnos a familiarizarse con los libros”, subrayó allá por julio de este año. Será un extraordinario aporte para que la cultura, en palabras de Marcuse, sea entendida y asimilada como “un proceso de humanización, caracterizado por el esfuerzo colectivo por proteger la vida humana, por apaciguar la lucha por la existencia, manteniéndola dentro de límites gobernables, por estabilizar una organización productiva de la sociedad, por desarrollar las facultades intelectuales del hombre, y reducir y sublimar las agresiones, la violencia y la miseria”. Por tanto, cualquier esfuerzo para ascender a ese estadio de relacionamiento ideal nunca será suficiente. Los libros pueden ser las hondas para derribar los atávicos muros que nos atan al pernicioso ejercicio de la relativización de los valores, el intolerante fanatismo y la autodestrucción como sociedad. Una auténtica revolución cultural incorpora varios otros componentes. Pero por algo hay que empezar.


Hay escritores que escribían con letra muy chiquita, y ya a esta altura del campeonato ese esfuerzo es excesivo. Otra cosa: tiene que tener espacios en blanco.


De las manos de tías y tíos caíamos en las garras de Corín Tellado, Carlos Santander y Marcial Lafuente Estefanía. Hasta que la asombrosa biblioteca de la Escuela Normal de Profesores n.º 7 nos abrió las puertas a un nuevo mundo.

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