DESDE LA FE

Por Mariano Mercado

DESDE LA FE

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Todos hemos sentido miedo alguna vez en nuestras vidas. Es un sentimiento que en algún momento determinado nos toca enfrentar. Experimentar miedo en cierta medida es bueno, porque nos alerta ante ciertas situaciones y en esos casos se convierte en una autoprotección saludable. Sin embargo, en otras ocasiones, es un muro que nos bloquea, nos anula y paraliza, sin poder reaccionar.

Nos encerramos, nos refugiamos en nosotros mismos, porque, al fin y al cabo, ahí es donde estamos cómodos y seguros, es nuestro espacio de confort. Ustedes no se preguntan: ¿Qué seríamos capaces de hacer si no tuviéramos miedo? Liberándonos de todos los temores; del temor a la muerte, al dolor, al “qué pensarán”, a la posición social, al “no puedo”, a la violencia, a las oportunidades, a perderlo “todo”, a vivir una vida plena. En definitiva, tememos cumplir el propósito que Dios tiene para nosotros.

Entonces, rezamos y pedimos al Señor que nos dé el valor para afrontarlos, esperando que abra sus brazos y nos de la solución rápida, sin mucho esfuerzo, y con frecuencia nos sentimos frustrados, no llega lo que queremos. Pero no nos damos cuenta de que Dios obra de muchas maneras y nos ofrece mejores escenarios, aunque en ese momento no comprendamos, nos da la oportunidad de “ser”, de ser valerosos para afrontarlos, y así transcender.

Después de pasar los cincuenta días desde aquel domingo de Pascua, los apóstoles estaban todos reunidos, orando en una gran sala. En cierta medida los discípulos seguían con temor y enfrentaban todo tipo de sentimientos encontrados, habían cerrado de algún modo el corazón y la mente a las palabras que Jesús les dijo. Los guardias del templo les acechaban, y en esa sala, bajo la falsa seguridad de una puerta cerrada se sentían en cierta manera protegidos, seguros.

Más de repente el cielo tronó y sopló un fuerte viento, el Espíritu Santo se manifestó, el Espíritu que Jesús les había prometido descendió sobre ellos y les hizo comprender los aspectos de la misión encomendada, vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El miedo desapareció con la presencia del Paráclito, les anunció la paz y exhaló sobre ellos sus dones, su gracia.

Todos se llenaron de Espíritu Santo, los hizo fuertes, audaces y santos, capaces de dar la vida por el anuncio del Reino: salir de la seguridad de la sala y enfrentar los peligros del mundo para proclamar el anuncio de la Buena Noticia, por todos los rincones de la Tierra. Allí estaba también la Virgen María, la madre siempre presente. Y fue ahí, en ese preciso momento, bajo el amparo de ella y del Espíritu Santo, que nació la iglesia.

Hoy celebramos ese acontecimiento maravilloso, Pentecostés. Una oportunidad para comenzar un nuevo camino, una oportunidad para vivir intensamente. El Espíritu Santo habita y trabaja en nosotros, pero debemos darle su lugar, escuchar su voz. Recordemos hoy con fe el día de nuestra confirmación, allí lo hemos recibido en plenitud. Desde ese momento nos santifica por medio de la gracia, de las virtudes y de sus dones, para abandonar los miedos y crecer, ser valerosos para afrontar los desafíos que nos impone la vida. Para así, evangelizar con fidelidad desde donde estamos y vivimos, con nuestras acciones cotidianas.

¿Cuáles son nuestros miedos hoy, que no nos permiten caminar? No tengamos miedo, porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.

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