DESDE LA FE

  • Por Mariano Mercado

La concienciación ambiental se diluye, por lo general, en discursos y débiles voluntades. Abundan las contradicciones entre teorías y valoraciones técnicas, avaladas, casi siempre, por la inacción, incoherencia o indiferencia de los gobiernos y las grandes potencias. La incidencia socioeconómica y ambiental de los países más ricos en el cambio climático tiene directa relación con el incremento de las desigualdades, que repercuten gravemente sobre los países más pobres.

Y aunque en este contexto se han visto algunos avances a nivel global para paliar las consecuencias del cambio climático, parece que esto no es lo prioritario, sencillamente porque no terminamos de creer que nuestros actos tienen serias consecuencias y tendemos a postergar las acciones que deberían ser de aplicación inmediata. Este es el desafío, la gran paradoja: nosotros mismos, en lugar de promover las soluciones, somos nuestro peor enemigo.

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La multipolaridad del mundo nos enfrenta a grandes retos y cambios, que exigen, de todas las naciones en conjunto –en el corto, mediano y largo plazo– de acciones urgentes, contundentes, sostenidas y sistemáticas para el cuidado de la vida en toda su diversidad. Aunque esto implique costosos resultados en términos económicos y políticos, es imperativo dejar de lado la gran hipocresía actual existente en torno al calentamiento global.

En este contexto, es obligatorio lograr mayor responsabilidad, más investigación científica, mejor cooperación y comunicación entre las naciones, pero sobre todo, sentido común y voluntad política para acatar las líneas de acción marcadas en los numerosos acuerdos internacionales, sobre el cambio climático.

Al mismo tiempo, se requiere un enfoque educativo con amplia visión de los cambios que están sucediendo, que dote de las herramientas necesarias y que alimente y fortalezca la conciencia ética medioambiental y el pensamiento sistemático de los más jóvenes para convertirse en agentes de cambio, personas consecuentes con sus acciones y decisiones para una ecología integral.

La situación es tan crítica que el papa Francisco en su primera Encíclica, Laudato Si’, es categórico y contundente “La Tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería”. En nuestro país hay innumerables hechos que lo comprueban, solo por citar algunos: gases nocivos que emiten las industrias y los motores de combustión, acumulación inapropiada de residuos, así como la basura que se tira en arroyos o en las mismas calles cuando llueve y hay raudales.

En esta transcendental e innovadora encíclica, el Santo Padre realiza un sólido análisis científico sobre la degradación de la ecología natural y la ecología social y humana en el mundo. Hace un llamado urgente a todos los habitantes de la tierra, nuestra casa común, nos exhorta a un compromiso de “conversión ecológica”, invitándonos a cambiar de estilo de vida, con un crecimiento económico ético y sostenible, que cubra las necesidades humanas, sin comprometer los recursos naturales.

En la misma línea de acción marcada por el Santo Padre, la Conferencia Episcopal Paraguaya redactó hace unos días una carta pastoral, con importantes reflexiones y orientaciones, en este caso, sobre la revisión del Tratado de Itaipú Binacional, especialmente del Anexo C, afirmando que por sus implicancias, debe ser legitimado por los diversos actores de la sociedad, en el marco de un diálogo y concertación, que tengan como norte el bien común.

La suerte está echada. Es ahora o nunca, la realidad está llegando a un punto de no retorno. Nos recuerda San Francisco de Asís: “Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible”. Hagamos esto con nuestra casa común.

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