¿Puede y/o debe decir o abogar por algo que no sea la paz un líder religioso, aunque sea también un jefe de Estado? ¿Puede y/o debe decir o abogar por algo que no sea la guerra un funcionario político y administrativo de una alianza militar?

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista X: @RtrivasRivas
  • Fotos: Gentileza / AFP

En 1991 llegué a Berlín. Dieciocho meses antes había caído la media­nera que partía en dos aquella ciudad. Los debates aturdían. ¿Para qué lado cayeron los escombros? ¿Desde qué lugar llegó el impulso final? Los rela­tos conspiranoicos se multipli­caban. El canciller Helmut Köll rápidamente decidió la reuni­ficación de Alemania sin aten­der a quienes lo objetaban por razones económicas y financie­ras. La capital alemana todavía estaba en Bonn.

En el lugar donde desde agosto de 1961 estuvo emplazado “checkpoint charlie” entre 1945 y 1990, quienes pare­cían ser exsoldados del otrora poderosísimo Ejército Rojo, allí mismo vendían completas o en parte la indumentaria con la que se constituían sus unifor­mes. Capotes, botones, jinetas de grado. Todo estaba en venta.

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Caminar por los pocos espacios libres en medio de cientos de visitantes que andaban por allí obligaba a la lentitud. La mayor demanda en aquel lejano mes de abril eran los ushanka (som­brero de piel con orejeras) grises con la estrella roja incrustada al frente de los que se despojaban quienes aseguraban ser milita­res desmovilizados y no tener para comer.

Algunos, unos pocos –muy pocos– también ofrecían uni­formes norteamericanos, bri­tánicos y hasta algunos cascos franceses. Todo para mirar. Todo para ofrecer. Todo para comprar. Todo para llevar como recuerdos de una época que se significaba como el inicio del pacifismo real.

Parado exactamente debajo de las majestuosas Puertas de Brandeburgo los contrastes visuales eran intensos. A un lado las construcciones modé­licas de una sociedad capita­lista renana –sin exagerados lujos consumistas– pujante, en movimiento intenso y con colores vivos en todas partes. Al otro lado, enormes bloques con apartamentos pintados en la gama de los grises, con las calles casi vacías y las plazas públicas desiertas. El movimiento era escaso. Escenarios bien distin­tos, por cierto.

Estuve allí solo un par de días. Con un nutrido grupo de com­pañeros becarios con los que estudiábamos y nos formába­mos sobre el proceso de reu­nificación viajamos unos 610 kilómetros hacia el sudeste para instalarnos en Koblenz (Coblenza), cortada al medio por el Rin en el punto exacto en que confluye con el Mosela, rodeada de viñedos.

BIPOLARIDAD EXTREMA

Corazón del estado federado de Renania-Palatinato, nos expli­caron que esa belleza natural en tiempos de bipolaridad extrema era el espacio en donde –según las hipótesis de conflicto políti­cas y militares– podrían haber llegado cargados de muerte los misiles de corto alcance de las tropas del Pacto de Varsovia que nunca fueron (afortuna­damente) disparados.

Allí supimos que miles de sol­dados alemanes en algunos casos subordinados a la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), con motivo de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéti­cas (URSS), fueron desmovili­zados. No eran profesionales de ninguna otra especialidad que la de hacer la guerra.

En Koblenz se vivía en paz “des­pués de casi 40 años de preo­cuparnos por ser el campo de batalla inmediato de una posi­ble guerra nuclear”, nos dije­ron grupos de residentes. En los hoteles en donde nos alojá­bamos también lo hacían mili­tares que se formaban en la pro­tección del medioambiente. El Estado alemán intentaba reci­clarlos para reinsertarlos en la sociedad civil pacificada.

Regresar a Berlín fue diferente. Sabíamos mucho más sobre los efectos políticos y sociales del fin de la Segunda Guerra Mun­dial, sobre el devenir de la Gue­rra Fría y pensábamos en las posibilidades reales de la paz, que no imaginábamos ni veía­mos con claridad.

Recuerdo que por esos días lle­gué hasta el punto medio del puente Glienicke, con el que se cruza el río Havel, para viajar desde Berlín hacia Postdam y allí detuve mi andar. En silen­cio miré hacia ambos lados de esa construcción a la que Ste­ven Spielberg, cuando finali­zaba 2015, llamó el Puente de los Espías. No había puestos de vigilancia ni reflectores. Tam­poco alambres con púas, sol­dados soviéticos ni de la NATO armados hasta los dientes. Se circulaba sin limitaciones. Sin peligros.

Durante casi una hora caminé de regreso al punto de encuen­tro muy cercano al que fuera el búnker donde Adolf Hitler y su estado mayor se convencie­ron de la derrota y entraron en pánico por la llegada del Ejército ruso hasta el escondite del dic­tador genocida.

Francisco destaca por su fortaleza “a quien tiene el valor de la bandera blanca y negociar (que) es una palabra valiente”

“DISUASIÓN”

En aquella caminata silenciosa creí comprender (e imaginé, como los habitantes de Koblenz) que los líderes de entonces pla­nificaban y construían por y para la paz. Pensé que el modelo geopolítico de posguerra para disuadir y persuadir a par­tir de la exhibición obscena de los arsenales nucleares que las partes poseían para conven­cer al adversario de la inviabili­dad de una guerra atómica que destruiría a la humanidad se había derrumbado para siem­pre. ¿Soñé demás cuando tenía 40 años? Tal vez, sí. ¿Se inicia­ban los tiempos de la multipo­laridad? Quizás.

Alguna vez Albert Einstein sos­tuvo que “el tiempo no puede definirse en términos absolu­tos” porque “es relativo” y, en consecuencia, “se estira y se encoge”. Mucho de lo que tiene que ver con Einstein llega desde la historia. Nació el 14 de marzo de 1879 en Alemania, desde donde partió cuando vislum­bró que comenzaba la perse­cución de los judíos que deven­dría en exterminio. Pero, como él mismo lo probó y explicó, esos larguísimos 145 años que corren desde su nacimiento son poco relevantes.

“En nuestro lenguaje terres­tre, una hora nuestra puede ser un siglo en otro planeta y vice­versa (porque) no hay un tic­tac audible en todo el mundo”. Es palabra de Albert Einstein. Sin vueltas, el padre de la teo­ría de la relatividad general (1915) enseñó a quien quisiera aprenderlo que “el pasado, el presente y el futuro son solo una ilusión”.

Pero en el tránsito de esa ilu­sión con frecuencia está aga­zapada la tragedia. Categorizar así la temporalidad y hasta la propia ilusión es ilusorio. Para nada sorprendente que así se exprese un físico, si se quiere. La física –ciencia categorizada como “dura”– desde alguna perspectiva también puede presentarse ante la persona lega como sutil. Y hasta poé­tica como para algunas perso­nas lo es pensar en la infinitud, en el universo, en los misterio­sos agujeros negros o en el big bang, por mencionar solo algu­nos ejemplos caprichosos.

“Rusia está dispuesta a utilizar armas nucleares si existe una amenaza”, advierte Vladimir Putin

ESPÍRITU POÉTICO

Al parecer, Einstein pensaba así. De hecho, en el fin de una tarde cualquiera cuando se ini­ciaban los años 70 en el siglo pasado, sentados en torno de una mesa de mármol del inmortal Café Tortoni en el 825 de la avenida Mayo de Bue­nos Aires, al parecer inaugu­rado no muy lejos de allí en el 1858, un viejo colega perio­dista cuyo nombre prefiero preservar –también escritor, guionista cinematográfico, dramaturgo– y viajero inco­rregible con el que supe com­partir algunos años de vida y aprendizajes antes de llegar a mi treintena, sostuvo que “la física y las matemáticas se constituyen además con el espíritu poético que siempre encierran las investigaciones científicas”.

Recuerdo que su palabra –aun­que en tono bajo– asemejaba una homilía. Sin que nadie pudiera comprobarlo fehacien­temente, sostenía que aquella percepción, cuando estaba cerca de finalizar el mes de marzo en 1925, la había escu­chado del mismísimo Albert Einstein. Desde su muy buena memoria, aquel viejo amigo y sabio colega dejó caer en el seno mismo de su acotado audito­rio el detalle preciso de que el ingeniero Jorge Duclout, un académico francés radicado en la Argentina poco antes de que finalizara el siglo XIX, “fue quien invitó a Einstein para que visitara este país y quien lo recibió en el puerto junto con una multitud”.

Con un lento trago de coñac desató nuestra ansiedad por saber más. “Le encantaba al alemán (así categorizó al científico visitante) venir al Tortoni y sostener tertulias con otros académicos, siem­pre acompañado de Duclot”, agregó. Detalló luego con algo de nostalgia que él “era un pibe de apenas 18 años cuando el genio estuvo aquí”. Precisó que cuando el uruguayo Máximo Sáenz entrevistó al físico para (el diario) Crítica en una casona de Belgrano –mi pue­blo natal en Buenos Aires, unos 1.160 kilómetros al sur de mi querida Asunción– “lo escuché sorprendido cuando reflexi­vamente vinculó la física con la poesía”.

Ninguno de los presentes se atrevió a responder ni confron­tar aquellos recuerdos puestos en común. Esta noche de vier­nes emerge como diferente de muchas otras. De hecho, este encuentro parece haber tro­cado en una cofradía de devo­tos de la paz con el deseo –y la esperanza profunda– de impulsar y alcanzar el fin de todas las violencias.

Sentado en la vieja mece­dora descorché un Pinot Noir Romanée-St-Vivant Marey - Monge del 1995. ¡Fiesta en los copones! Alguna vez, muchos años atrás, mientras reco­rría la campiña de la región de Côte de Nuits en Borgoña, cerca de Lyon y de la frontera con Suiza, me hice de tres bote­llas que celosamente mantuve en guarda hasta hoy. Brinda­mos por la vida. Un breve silen­cio nos envuelve después de hacerlo.

PERSONAJE

“¡Arrasó ‘Oppenheimer’!”, dijo DG con indisimulado orgullo. La veterana profesora con un Whatsapp aventuró que sería la producción más reconocida. “Enorme ganadora con siete Óscar”, añadió. “¡Qué perso­naje Oppenheimer. Inventar la bomba que destruyó Hiros­hima y Nagasaki y pretender después exhortar al Gobierno norteamericano para que no la use o la use poco... ingenuo o inocente!”, expresó AF en tono de crítica.

Tanto Oppenheimer como Einstein, las dos producciones en las que convergen biografías y creaciones en algunos casos bien fundadas, dan cuenta además de climas epocales. De profundos debates socia­les. De pugnas ideológicas. De batallas políticas y personales. De sospechas, sospechados y sospechosos. De amor y desa­mor. De la libertad y la falta de ella. De pobreza y riquezas. De autoritarios, autoritarismos, desempleos, derrumbes eco­nómicos, hambrunas, arma­mentismo, racismo. Nada queda afuera si a esas atroci­dades les añadimos rearmes, expansionismos y los desa­fortunados resurgimientos de múltiples voluntades supre­macistas y fundamentalismos cuyos líderes sustentan sobre falsos discursos religiosos.

El norte europeo sangra. El presidente Vlamidir Putin advierte amenazante a Europa y a la NATO. “Tienen que entender que nosotros también tenemos armas que pueden atacar objetivos en su territorio”; que disponemos de armamento “para golpear a los países occidentales” y hace referencia clara a la eventual utilización del arsenal nuclear ruso que dispone de sistemas “capaces de destruir a la civi­lización”. El miércoles último fue más allá sin metáforas ni eufemismos: “Rusia está dis­puesta a utilizar armas nuclea­res si existe una amenaza”.

El papa Francisco semanas atrás hizo suyas las palabras de la encíclica Pacem in Terris (1963), en la que Juan XXIII, el pontífice de entonces, con­signó que “la posesión de armas atómicas es inmoral” porque “no se excluye que un acontecimiento imprevisi­ble ponga en marcha el apa­rato de la guerra”. ¿Qué es lo que no se entiende? ¿De esto mismo hablaba Oppenheimer cuando procuraba concien­ciar a los líderes norteame­ricanos sobre el peligro que supone disponer de la bomba que él mismo creó? Tal vez. Pero nada lo detuvo en el desa­rrollo de ese sistema de armas que incineró a quienes habi­taban Hiroshima y Nagasaki “para terminar con la guerra”.

La utilización bélica de la Bomba H (como se la llamó popularmente por algunos años) que inventó le pesó por el resto de sus días. “Ahora me he convertido en muerte, el des­tructor de mundos”, pronun­ció alguna vez después de las masacres en Japón. La gana­dora de siete Óscar relata que Robert Oppenheimer se opuso a un mayor desa­rrollo nuclear y, por esa intención fue acu­sado de comunista e investigado por ello. Genio y sospechoso de traición.

En 1963, pese a aque­llas acusaciones más cercanas a los códigos de la vanidad de sus Salieris que a su ideología, Oppenhei­mer fue rehabilitado política­mente por el presidente Lyn­don Johnson, quien en 1963 lo galardonó con el premio Enrico Fermi.

Por su parte, Einstein, según cuenta la producción de Net­flix, al parecer también se arrepintió de haber enviado una carta al presidente nor­teamericano Franklin Delano Roosevelt el 2 de agosto de 1939 instándolo a prestar atención a los desarrollos nucleares de los científicos nazis para enriquecer el uranio. Tenía la convicción de haber acele­rado el proceso de investiga­ción y desarrollo que la historia conoce como Proyecto Man­hattan. Einstein sentía culpa por “la bomba”.

“Ucrania necesita armas, no banderas blancas”, responde Jen Stoltenberg, secretario general de la OTAN, al papa Francisco

LA GUERRA Y LA PAZ

Tal vez por ello el papa Fran­cisco destaca por su fortaleza a quien en la guerra “tiene el valor de la bandera blanca y negociar” porque “negociar es una palabra valiente” y sos­tiene que “no (hay) que aver­gonzarse de negociar antes de que las cosas empeoren”. ¿Puede y/o debe decir o abo­gar por algo que no sea la paz un líder religioso, aunque sea también un jefe de Estado?

“Ucrania necesita armas, no banderas blancas”, respondió casi de inmediato Jens Stolten­berg, secretario general de la OTAN, quien agregó que “si queremos una solución pací­fica duradera negociada, la forma de llegar a ella es propor­cionar apoyo militar a Ucra­nia”. ¿Puede y/o debe decir o abogar por algo que no sea la guerra un funcionario político y administrativo designado por un conjunto de 29 países convergentes en una alianza militar?

La madrugada del sábado comienza a clarear. Los silen­cios son varios y superpues­tos. JT, historiador y acadé­mico, escuchó más de lo que habló. “Ningún hombre es tan tonto como para desear la gue­rra y no la paz; pues en la paz los hijos llevan a sus padres a la tumba, en la guerra son los padres quienes llevan a los hijos a la tumba. Es palabra del griego Heródoto de Halicar­naso, al que muchos conside­ran como el padre de la historia occidental”, dijo con estudiado tono doctoral y su nariz casi apoyada sobre la pantalla del smartphone.

La presbicia no perdona des­pués de los 50. “Cómo cons­truir la paz es complejo, por cierto. Pero, si de arsenales nucleares se trata, me quedo con la respuesta de Einstein a Oppenheimer: ‘Ahora es tu turno de lidiar con las conse­cuencias de tu logro’”, dijo DG.

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