• Por Ricardo Rivas
  • Periodista Twitter: @RtrivasRivas

La noche de este vier­nes, previa al carna­val, regala calidez en Posta Tachuela, Mar del Plata, unos 1.160 km al sur de mi querida Asunción. Esteban Jofré, cuarentena­rio, de Villa Mercedes, San Luis, sumiller en ciernes, periodista, asador, guita­rrero y cantor, trajo lo justo para homenajear a la Luna y las estrellas que brillan en el cielo de esta porción de cos­tas del Atlántico Sur. En el mismo minuto que traspuso la entrada, con sus dos manos hacia adelante, ofrendó tres Rupestre Domingo Molina. Después vino el abrazo de la amistad. Detrás, Óscar Flores, también periodista y amigo-hermano que muy seguido ingresa en estas his­torias domingueras, aportó tres Hermanos Torrontés con la clara recomendación de que “necesitan frío”. El fuego estaba listo. Rodea­mos el fogón. Algunos sapos acompañan con una suerte de música ambiental que con­textualizaba la cuasi rurali­dad del reencuentro. Los copones para el tinto se col­maron para dar paso al pri­mero de los brindis. ¡Qué felicidad siento cuando cho­camos las copas con ami­gos y amigas! “Por la paz y el carnaval de Salta”, propuso el Esteban. Lo acompaña­mos y, según creo, con un profundo silencio. Angustia por Ucrania. Los batracios dejaron de croar.

“POR EULOGIA TAPIA”

“Por Eulogia Tapia”, pro­puse cuando levanté la segunda copa. Me acompa­ñaron. Percibí que el Óscar me miró con algún grado de sorpresa. Youtube hace lo suyo. “Eulogia Tapia en La Poma / al aire da su ternura, / si pasa sobre la arena / y va pisando la lunaaa...”. El Óscar aprontaba su viola. Tara­reaba por lo bajo. Para quien algunos años atrás cantó y bailó en la plaza Próspero Molina de Cosquín, en Cór­doba, ser una suerte de telo­nero imaginario de Guiller­mina Beccar con Lito Vitale, no es poca cosa. “El trigo que va cortando / madura por su cintura, / mirando flores de alfalfa / sus ojos negros se azulaan...”. Me engancho. Esteban no se queda atrás. “El sauce de tu casa está llo­rando, / porque te roban Eulo­gia / carnavaleando. / La cara se le enharina / la sombra se le enarena, / cantando y des­encantando / se le entreve­ran las penas...”. “¡Grande el ‘Cuchi’!”. Atiné a decir con voz de homenaje. Imaginé una ovación. “¿Conociste al ‘Cuchi’ Leguizamón?”, con­sultó el Óscar. Youtube sigue sonando. La voz de Guiller­mina y el piano de Lito des­bordan los límites del par­que. El fuego les hace y nos hace el aguante.

EL “CUCHI” LEGUIZAMÓN

“Cuando promediaban los ‘80, en el siglo pasado, algu­nas tardes de verano –gene­ralmente en enero porque “en febrero estoy siempre carna­valeando en Salta– Gustavo ‘Cuchi’ Leguizamón, aquel gigante de la cultura popu­lar, compartía algunos cafe­citos con Benjamín Glusberg, librero de raza, conmigo y algún parroquiano más que se apropiara de una silla en la ya desaparecida confite­ría Topsy, en la marplatense peatonal San Martín casi San Luis”, comencé a res­ponder. “Era un tipo increí­ble. Con su mirada profunda veía mucho más allá que cual­quiera de nosotros. Enorme memorioso tenía también una impronta repentista, divertida y creativa para des­cribir aquello que llamaba su atención. ‘Los invito a mirar al aveloriado que viene desde el mar con una mujer bellí­sima a su lado con la que no ha cruzado palabra ni mirada alguna en las últimas dos cua­dras’, nos dijo en una oportu­nidad con enorme tristeza”. Como en el tango, lo mira­mos sin comprender. “¿Ave­loriado…?”, pregunté. “Esa cara solo es posible después de una larga noche en un velo­rio”, respondió el “Cuchi” con simpática ironía. ¡Qué bronca que, por aquellos años, con los celulares no sacábamos fotos! “Hablábamos de todo pero, tal vez para que una y otra vez repitiera lo increíble, siempre había alguien que preguntaba por algunas de sus gigantes­cas creaciones. Sus respues­tas, casi siempre, eran rela­tos e imágenes preñadas de carnaval, una de sus pasio­nes y fuente de inspiración”, recordé y declaré con alguna solemnidad: “Confieso que de aquellas tertulias marplaten­ses con el ‘Cuchi’, el carnaval devino en uno de mis objetos del deseo”. Por él quise saber de las carpas, de las coplas, de la harina, de la albahaca, de las chayas y soñaba con ser protagonista de aquella fiesta que en los pueblitos de Salta se extiende por casi dos sema­nas, cuando el pueblo desen­tierra y entierra al Diablo. A Walichú, diría en mapudun­gun algún hermano o her­mana mapuche, “para que deje de estar entre la gente, de dar vueltas alrededor de los hombres y mujeres”.

Manuel “El Barbudo” Castilla, poetizó a La Eulogia Tapia.

EL SORTILEGIO DE LA POESÍA

Óscar y Esteban escuchaban sin decir palabra. “Algo así me pasó con la Eulogia Tapia”, apuró el Óscar. “Viene en un caballo blanco / La caja en sus manos tiembla / Y cuando se hunde la noche / Es una dalia morena / Y cuando se hunde la noche / Es una dalia morena / El sauce de tu casa / Te está llorando / Porque te roban Eulogia / Carnavaleando / Porque te roban Eulogia / Carnavaleandoooo”. Ova­cionamos a Gillermina y a Lito y, tal vez, nos aplaudi­mos. ¿Quién puede quedar en silencio, solo en escucha, hermana Marycruz, cuando cantan e interpretan como pocas y pocos una samba de Castilla y el “Cuchi”? “Cada pueblito de la Quebrada del Cafayate lo encuentras en alguna zamba”, dijo el Este­ban y enumeró algunos, La Poma, Cachi, Seclantás, Cerrillos…”. Alguien dejo caer, como recuerdo inne­cesario, que “pomeña es la Eulogia Tapia”. Cafayate es la última ciudad del corredor de los valles calchaquíes. Allá por el 1607, aquellos bravos de ese pueblo originario fue­ron protagonistas de la que se conoce como Rebelión de los Calchaquíes. “Yo conocí a la Eulogia Tapia”, dijo el Óscar con recatado tono de voz. Nadie agregó nada. Esperá­bamos más. “¿Cuándo cono­ciste Cafayate y el Carnaval de Salta?”, quiso saber el Este­ban. “En febrero del 2012″, respondí. Levantamos otra copa por La Pomeña.

La Eulogia Tapia: El carnaval la hizo leyenda.

LA DIOSA DE LA COPLA

Ese trago provocó e hizo salir al recuerdo. “Después de una noche de canto y amista­des junto con el amigo Fer­nando Saravia Toledo, en La Casa del Molino, en Salta capital, una peña mágica, donde sentí que el ‘Cuchi’ estaba conmigo”. Hablamos de él aquella madrugada. La inmanencia del enorme y querido Maestro. Su presen­cia –¿por qué no?– era posi­ble hallarla en cada copla, en cada zamba, en cada reci­tado. Una vez más pregunté por la chaya, por la harina, por la albahaca, por la copla, por las fiestas, por los vinos. En las primeras horas del día siguiente, el sendero nos llevó hasta Cafayate. “Por­que allí es donde vive el car­naval, chango”, me aseguró alguna vez el Polo Román, el bombisto de Los Chalchale­ros, siempre en mi corazón y entre los buenos recuerdos. Alguna achura crocante nos condujo al silencio. La media­noche quedó atrás. Apuros no había. El sábado de carnaval ya estaba con nosotros. “Yo soy hija de las nubes / pariente del aguacero / vivo en el cerro más alto / donde me alumbra el lucero”, recordé en alta voz que alguna vez cantó la Eulo­gia Tapia. El Óscar recogió el guante. Después de reve­lar que –”desde muy niño”– bailó, cantó y guitarreó, fue por más. “Alguna vez, hace muchos años, en una de las 9 lunas del Festival de Cos­quín, en Córdoba, subí al esce­nario para cantar y bailar La Pomeña. Desde entonces, quise conocer a la Eulogia”. Pasó tiempo desde enton­ces. Incluso una grave enfer­medad afortunadamente superada. Y fue, justamente, cuando los médicos le dieron el alta que, un par de días más tarde, con la “Susi” (Susana Pereira), el amor de su vida, viajaron a Salta para cono­cer a la Eulogia. Sabía que, en el 1964, Manuel Castilla, “El Barbudo” y el “Cuchi” lle­garon hasta ese mismo pue­blo para pasar una noche de carnaval en un el boli­che La Flor del Pago. El vino de damajuana apagó la sed de ambos por horas entre coplas, bagualas –la predi­lección del “Cuchi” que sos­tiene que oculta “en el inte­rior de cada zamba hay una baguala”– guitarras y can­tos. Muchas y muchos de los que llegaban lo hacían con sus caras blanqueadas por harina. El copamiento de los compadres y el de las coma­dres –por separado– habían quedado atrás. Después de un año largo y duro entre que­bradas, cañadones y cerros, con fríos, calores y nevadas, viejas y viejos conocidos, con aquellas prácticas, se había puesto al día de los chimen­tos de largos meses. Nada ni nadie logró distraerlos de sus poéticos mundos misturados hasta que, abriéndose paso entre la muchedumbre, una muchacha tocada con un som­brero típico para las pastoras, aunque aún no entraba en el boliche. Pusieron sus ojos en ella. La vieron desmontar de un caballo blanco para nada brioso. Emponchada y con una chaya entre sus manos se puso a “coplear”. Garganta, sentimiento, corazón y triste­zas se mezclaban en sus poe­sías populares. El Barbudo Castilla, le respondió. Contra­puntearon hasta que la concu­rrencia con aplausos, vítores y hasta alguna ovación, die­ron un veredicto. La coplera pomeña ganó el contrapunto. Castilla y Leguizamón que­daron tan conmovidos como impresionados. Para cuando quisieron conocerla, como en las historias de Andersen, ya no estaba allí. Tampoco su cabalgadura. Querían saber dónde encontrarla.

UNA ZAMBA PARA LA PASTORA

No fue fácil, con Walichú suelto entre la gente, encon­trar a quien pudiera respon­der. Supieron que la búsqueda tendrían que continuarla en los cerros calchaquíes. Como dos rastreadores avezados interpretaron y siguieron cada rastro hasta que die­ron con el rancho de aquella coplerita que no se asomaba para saber de los forasteros. Quien luego supieron que era el padre de la joven, no los recibió bien. Estaba muy eno­jado. “Respetuosamente, que­remos dedicarle unos versos a su hija, señor”, hay quienes aseguran que dijo el “Cuchi”. El deseo de los visitantes fue rechazado. Los echó. El enorme enojo era porque la joven, por carnavalear y par­tir hacia las carpas primero y hasta el boliche La Flor del Pago, después, descuidó la majada de ovejas que, como pastora debía cuidar, y varias desaparecieron. Al parecer, las robaron porque su hija copleaba. Castilla y Legui­zamón entristecieron. Pero, de todas formas, le dedica­ron algunos versos que luego fueron zamba a “La Eulogia Tapia” que se transformó en leyenda a partir del momento en que, un día antes del miér­coles de ceniza, de la liturgia católica, cuando comienza la cuaresma, la gente del pue­blo, en este caso de La Poma, enterró a Walichú. El Óscar y la “Susi”, muchos años des­pués fueron al encuentro de la pomeña. Como El Barbudo y el “Cuchi” buscaron casa por casa hasta dar con ella que habitaba “en un rancho pare­cido a aquel en donde vivía con su padre cuando aban­donó la majada y, por el des­cuido fue robada”, recuerda Flores emocionado. Esteban sirvió una vez más. Con nues­tros copones colmados espe­ramos al desenlace. “Supimos esperar. La vimos llegar. A pie. Caminante de la vida avanzó hacia ellos con paso tranquilo. Un sombrero típico para las pastoras, tapaba parte de su rostro”, relató el Óscar que no soltaba su guitarra. “Buen día. ¿Usted es Eulogia Tapia”, pre­guntó. La octogenaria, “con sabio humor campesino –con­tinuó nuestro amigo profun­damente emocionado por el recuerdo– respondió: ‘No, soy parecida’”. Bromeaba. El Óscar asegura que “la vimos venir a nuestro encuentro. Con su rostro curtido por ocho décadas de soles, vien­tos, temporales, fríos extre­mos, calores, tristezas y pobrezas que en cada carna­val ella las transformaba en coplas, se paró frente a noso­tros. No supe qué decirle. Miré sus manos. Me parecie­ron como quebradas reco­rridas por ríos bien marca­dos que se extendían por sus brazos fibrosos, firmes, dora­dos y claramente fuertes. Sus ojos, pícaros, negros profun­dos pero inquietos y curiosos, sobresalían desde la sombra que su sobrero proyectaba sobre su cara atravesada de arrugas”. Decidió hablar. Quiso responder a mis pre­guntas sencillas. “Siempre anduve copleando en car­naval”, se justifica y explica. “Aquí, en el pueblo casi todos somos copleros. Nuestros abuelos nos enseñaron y, en carnaval, todos salimos a los bailes, a los boliches, a las car­pas con las caras blanqueadas con harina”.

Óscar hizo la pregunta final: “¿Pero lo que dice la zamba, sucedió?”. La respuesta no se hizo esperar. “Lo que cuentan los poetas es justo lo que pasó aquella vez. Des­pués que mi papá los echó nunca más lo vi ni supe de ellos”. Hicimos silencio. Por la mejilla izquierda del Óscar creímos que caía una lágrima. Antes de levantar su copón para brindar por aquel recuerdo, comentó que “cuando nos íbamos, doña Eulogia miraba a los lejos de la curva del tiempo, como indagando sobre aquellos hombres que fueron un día para conocerla y que nunca más volvieron. Estuve con La Pomeña. Soñé muchos años conocer a la Eulogia que ‘en La Poma, al aire da su ternura’”.

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