Los casos de horrendos crímenes que tienen como víctimas a periodistas abundan en todo el mundo y muy especialmente en Latinoamérica. Y la impunidad sigue campeando a pesar de algunas luces. Acercarse a una de las sobrevivientes es todo un compromiso con la verdad y la profesión.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista Twitter: @RtrivasRivas

Colombia es una tierra hermosa. Un pueblo amable, respetuoso, la habita, la transita, la tra­baja y la sufre. Su geografía, pródiga, aporta montañas, valles, llanuras, ríos, vegeta­ciones diversas y costas marí­timas de singular belleza. Riquezas y pobrezas se cru­zan, se enfrentan y cohabi­tan. La cumbia, el bambuco, el vallenato, el currulao mue­ven a ese pueblo tanto en las horas de la alegría como en las de la tristeza. En ocasio­nes, hasta el llanto popular suena con la cadencia que le ponen las maracas, la tam­bora, los tambores llamado­res, los alegres o las gaitas. Alguna vez supe disfrutar durante varios días del tan particular, atrayente y acoge­dor Carnaval de Barranqui­lla. Allí, con un vaso de ron ámbar entre mis manos o algún pocillo de café cargado de aromas y sabores únicos, para mantenerme despierto y no perderme de nada, can­sado, mirando y bailando hasta el agotamiento puede entender de qué cosa habla Shakira cuando dice que, “en Barranquilla, se baila así”. Confieso que hasta me imaginé pirata o bucanero, en alguna siesta extendida en Cartagena de Indias. Se extrañan esas tierras a las que alguna vez, cadencioso, les cantara aquel querido amigo que fue el tanguero Virgilio Expósito. “Esta canción que tiene un aire crio­llito/brota muy suave desde el fondo de mi alma/como el aroma suave de tu cafecito/ tan suave como tus mujeres, mi Colombia…”. Me parece verlo y escucharlo, a aquel viejo creador en este fin de viernes, con su voz aguar­dentosa, sus ojos entrecerra­dos, acariciando el piano de cola en el mítico restaurante “Los Teatros”, en la calle Tal­cahuano, el centro mismo de Buenos Aires –unos 1.250 km al sur de mi querida Asun­ción– cuando recordaba y compartía aquellas profun­das vivencias amorosas. No falta demasiado para que lle­gue el sábado. La vieja mece­dora, atractiva, es irresisti­ble. El copón, también. La Faraona 2017, decanto más de una hora antes de este momento de memoria. Las cepas de mencía del Bierzo estallaron en el paladar. Degusté en profundo silen­cio. Regresó Virgilio. “Me inspiran cosas, una orquídea en la mañana/solcito tibio de un abril en tus montañas, recuerdo cálido de amor que fue en tus playas…” Incom­prensible e injusta tanta vio­lencia justamente allí.

Claudia Julieta Duque, periodista: “El miedo es parte de la vida”.

CIENTOS DE MILES

Un portavoz del Observa­torio de Memoria y Con­flicto del Centro Nacional de la Memoria de Colombia (CNM) me explicó, un par de años antes de la pande­mia, que en el tiempo que corre entre 1958 y la mitad del 2018, como consecuen­cia de las guerras internas, 261 mil personas murieron. De ellas, 46.813 eran comba­tientes. La gran mayoría de víctimas fatales que, hasta aquel momento, era parte de la sociedad civil. “215.005 civiles frente a 46.813 com­batientes”, consigna el texto que me entregó. Los parami­litares cometieron 94.754 asesinatos, 35.653 personas fueron muertas por las gue­rrillas y de 9.804 muertes se responsabilizan a agentes del Estado. Un informe ofi­cial de ese Observatorio sos­tiene haber documentado “diez modalidades de vio­lencia. Entre ellas, secues­tro, desaparición forzada, violencia sexual, masacres, reclutamientos forzados de niñas y niños combatien­tes y atentados terroristas”. Los números de las trage­dias suman 262.197 muer­tes. La reseña del horror da cuenta de 80.514 desapari­ciones. En julio del 2018 un total de 70.587 personas aún se encontraba en ese estado. Las víctimas de secuestros sumaban 37.094, las de vio­lencia sexual 15.687, las y los menores reclutados por la fuerza 17.804. En procura de paz, recuerdo que Gonzalo Sánchez, director del CNM, sostiene que “la salida de la guerra necesita de memorias comprensivas y transforma­doras”; y exhorta: “No le ten­gamos miedo a la tensión que hay entre esas voces. Todos tienen un pedazo de verdad y hay que tenderles puen­tes para integrarlas”, dijo. Y les pidió, además, que tra­bajaran sobre el acumulado de información e investiga­ción que ya existe: “No pier­dan de vista que las víctimas ya han hablado. Han hablado muchas veces han pasado por un enorme desgaste y quieren seguir hablando, pero hay que hacerles nuevas preguntas”. Las y los periodistas de Colom­bia y de todas partes seguimos lo que allí sucede desde las pri­meras incomprensiones vio­lentas 67 años atrás. Muchas y muchos cayeron mientras reportaban. Otras y otros no murieron, pero cada mañana remueven sus escombros para reconstruirse y seguir en el oficio. Las torturas, físicas o psicológicas, dejan secuelas para siempre.

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Jaime Garzón Forero, periodista colombiano asesinado el 13 de agosto de 1999. “Es el crimen que más le ha dolido al país después de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán en 1948”, afirma Claudia Julieta Duque.

EL PELIGRO DE SER PERIODISTA

Es peligroso ser periodista en muchas partes. Colombia es una de ellas. Me cuentan que el 13 de agosto de 1999, en la madrugada de Bogotá, la temperatura baja se hacía sentir. Casi con seguridad no superaba los 12 grados, cuando el colega periodista Jaime Garzón Forero (38), a las 5:45 am, dejó la casa en automóvil para ir a trabajar en Radionet. No llegó nunca. Un grupo de paramilitares armados lo asesinó. Su pue­blo lo lloró y lo recuerda con tristeza profunda. Fue ase­sinado por desear la paz, por querer la paz y por intentar alcanzarla cada día. Dieci­nueve años más tarde, un tribunal bogotano condenó –el 13 de agosto del 2018, aniversario del trágico cri­men– al desde entonces reo José Miguel Narváez, quien había sido alto jefe de la inteli­gencia colombiana, a 30 años de prisión por “instigar” a los “paras” para que mataran a Jaime. El mismo tribunal, sin embargo, “no” lo consideró periodista. Absurda injusti­cia porque, con esa construc­ción contextual, sus mensa­jes de cada día para informar desde la tele a la sociedad civil colombiana con el seu­dónimo de “Heriberto de la Calle”, no eran parte del ejer­cicio diario del oficio perio­dístico. No lo mataron por informarse para informar, según aquellos magistrados. Hipócritas. Con la muerte de Jaime, la vida de Claudia Julieta Duque (51), cambió profundamente. Periodista desde los 17 años, en los últimos días, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), denunció que Unidad Nacio­nal de Protección (UNP) de Colombia, entre el 3 febrero y el 31 de agosto de 2021, a través del GPS instalado en el coche blindado que ese organismo le suministró a Claudia “para protegerla”, ha violado su privacidad en 25.083 oportunidades. La espían, escudándose en la ley. Jonathan Bock, director eje­cutivo de FLIP, en una carta que envió a Alfonso Campo Martínez, director de la UNP, no aplicó ninguna metáfora: “El monitoreo es perma­nente y detallado, y en oca­siones es realizado en inter­valos de 30 segundos”, señaló. “Incluyen fecha, hora, direc­ción de la ubicación exacta, sentido en el que va el vehí­culo y un enlace de localiza­ción en Google Maps”. Más hipocresía. Los datos sobre el espionaje electrónico fue­ron entregados a Duque por la propia UNP que, además, le hizo saber que “se ha orde­nado su asesinato” y que, para concretarlo, utilizarían los datos del GPS. ¿Advertencia o amenaza? “Antes éramos amenazados. Ahora, somos custodiados”, recuerdo me dijo en San José de Costa Rica (2013), don Javier Darío Res­trepo, un grande del perio­dismo latinoamericano, querido amigo y maestro, mientras entrecomillaba lo dicho con sus dos manos en alto. Era el 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa. No se equivocó, aquel viejo sabio que fundó junto con Gabriel García Márquez la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Claudia Julieta Duque denuncia en Twitter. Implacable persecución del Estado colombiano.

¿PROTECCIÓN O SEGUIMIENTO?

Claudia Julieta fue clara. “Esa fue la primera noticia que tuve (de que) el GPS del carro blindado (que me dio la UNP para protegerme) podía realizar un tipo de segui­miento como ese, un tipo de rastreo tan fuerte”, dijo a Latam Journalism Review (LJR). “A mí nunca me informó de manera oficial, la UNP (…) que el GPS sería utilizado para rastrear mis movimientos (ni) muchísimo menos se me informó que ellos podían seguirme o cosas así (y, tampoco) nunca se me pidió permiso ni nada” para hacerlo. La voz del maestro Restrepo resonó nuevamente en mi memoria. Ver la plani­lla con los reportes del segui­miento, en un solo día, en su cuenta de Twitter, da esca­lofríos. “En total son 25.183 en solo 209 días, 5 por hora. Hubo momentos en que los hicieron cada 30 segundos. Por ejemplo, el 7 de febrero cuando intimidaron a mi familia”, denuncia Duque en esa plataforma. “En la UNP no realizamos (sic) ningún monitoreo o recolección de datos de manera ilegal. Como entidad del Gobierno Nacio­nal somos garantes del ejerci­cio periodístico y protegemos a quienes informan en todo el país”, respondió el Estado de Colombia, también en Twit­ter. Cuando en las comuni­caciones en red se escribe todo en mayúsculas, equi­vale a gritar. Claudia Julieta Duque, desafortunadamente, tiene larga experiencia en que Colombia viole sistemática­mente sus derechos huma­nos. Es un blanco móvil desde que en el 2000 decidió ir a fondo para investigar el asesinato de Jaime Garzón. Exhortó a Alfredo Garzón, hermano del ultimado, para que con un abogado siguiera de cerca la causa judicial. Fue demasiado para el sica­riato. “Tengo la plena cer­teza de que lo que he sufrido durante todos estos años es por las investigaciones en el caso de Jaime Garzón, que es el crimen que más le ha dolido al país después de la muerte de Jorge Eliécer Gai­tán (escritor, jurista, político colombiano, asesinado el 9 de abril de 1948)”, declaró Clau­dia Julieta alguna vez. Su tra­bajo periodístico la obligó a escapar de Colombia con su hija María Alejandra –tam­bién bajo amenaza– el 30 de setiembre del 2001. En julio de ese mismo año, al salir de una embajada, fue secues­trada, torturada con enorme violencia y luego liberada muy herida. Sin embargo, regresó a su país meses más tarde. Ante un juez declaro: “Recuerdo llamadas (anó­nimas) en las que me decían que mi hija se había ganado un premio. Decían que mi hija no llegaría del colegio y que no la volvería a ver nunca más, me ponían música fúnebre en el teléfono y me mandaban que­sos podridos a la casa, y un ramo de flores con las flores invertidas enterradas”. Fue­ron muchos días, semanas, meses. Le advertían de inmi­nentes ataques sexuales a las dos. “Te vamos a picar viva”, “deja en paz a los muertos”, “maldita”, “estúpida”, “gono­rrea” e “hija de puta”, eran los mensajes más frecuentes que dejaban en su teléfono fami­liar. Sus fuentes, también –desde entonces y hasta nues­tros días– son amenazadas. Luego que el 17 de noviembre del 2004, una voz masculina anónima amenazó con violar, quemar y matar a su hija, vol­vió a exiliarse. Se refugio en Ecuador. Meses más tarde en Perú y España (2004-2005). En el 2008, el exilio conti­nuó en Italia. El regreso a su país lo realizó después que la Corte Constitucional de Colombia ordenara inves­tigar penalmente a la DAS (Departamento Administra­tivo de Seguridad) porque, el alto tribunal obtuvo las prue­bas de los sucesivos delitos cometidos por esa organiza­ción estatal contra la colega. En marzo del 17, declaró ante un tribunal sobre los delitos de los que fue víctima. Un día más tarde, otra perio­dista victimizada declarante fue Jineth Bedoya Lima [ver #GranDomingoDeLaNa­ción del 21 de marzo pasado]. Habían pasado 16 años desde que los criminales la dejaron con un hilo de vida a Claudia Julieta. Diecisiete años en el caso de Jineth que obtuvo justicia de la Corte Interame­ricana de Derechos Huma­nos semanas atrás. Veintiún años más tarde. Asquea tanta indefensión. Si embargo, Claudia Julieta Duque, va. No afloja. Le pregunto y res­ponde con firmeza. ¿Perio­dismo? “Lo único que sé hacer”. ¿Peligro? “Una nube posada sobre mí” ¿Justicia? “Un chiste de mal gusto” ¿Miedo? “Parte de la vida” ¿Llorar? “Desahogarse” ¿Familia? “Lo más impor­tante” ¿Amistad? “Lealtad” ¿Amor? “La clave” ¿Odio? “No vale la pena” ¿Verdad? “El motor de mi trabajo y mi vida” ¿Convicciones? “Incó­lumes” ¿Deuda? “Con las his­torias que no he podido con­tar por estar defendiéndome” ¿Jineth Bedoya Lima, Pre­mio a la Libertad de Prensa Unesco Guillermo Cano y Pluma de Oro de la Libertad WAN 2020? “Mujer ejem­plo” ¿María Ressa, periodista Premio Nobel de la Paz 2021? “Mujer coraje”. El juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Ricardo Pérez Manrique -uno de los magistrados que condenó al Estado de Colombia por ser “responsable del secuestro y tortura” de Bedoya Lima, sostiene en su fallo que una de “las formas de violencia que sufren las mujeres perio­distas (…) es dañar su honor o reputación sometiéndolas a violencia sexual”. En ese contexto, considera que “la violencia contra las mujeres periodistas tiene un carác­ter diferenciado, fruto de estereotipos y de la cultura machista que persiste en una parte importante de las Américas y de Colombia” y, advierte que “la violencia basada en el género, es decir la violencia dirigida contra una mujer por ser mujer o la violencia que afecta a la mujer de manera despro­porcionada, es una forma de discriminación” para hacer callar a las periodistas y a toda la prensa. Como dicen Jineth Bedoya Lima, Clau­dia Julieta Duque, miles y yo: #NoEsHoraDeCallar.

* Sobre la “Cierta Historia Incierta” de hoy

La colega periodista Claudia Julieta Duque, cuyo tránsito profesional fue el centro de mi “Cierta Historia Incierta”, de hoy, desde Colombia, me aclara lo siguiente: “La tortura en mi contra ha sido psíquica y muy cruel. Nunca fui torturada físicamente”. Precisa también que “la UNP (Unidad Nacional de Protección) no me anuncio el plan criminal” formalmente “sino (que) fuentes al interior de esa entidad”, off the record, lo hicieron. Por su parte, el colega Jorge Cardona, editor general del diario “El Espectador” -uno de los más grandes periodistas que haya conocido, multipremiado- me escribió: “Jineth Bedoya y Claudia Julieta Duque son dos periodistas con una conducta común: el coraje. Mujeres de carácter, convencidas de sus derechos y de validarlos en el ejercicio del periodismo. Jineth Bedoya es una colega que libró una batalla histórica de dos décadas contra la impunidad, la revictimización y el silencio. De su lucha nació su campaña No es hora de callar que ya tiene repercusiones mundiales. Es el grito de muchas mujeres víctimas de violencia sexual que ahora tienen en ella a una voz que las representa en su defensa. Valiente, sin miedo, resuelta a ser periodista por encima de todo. Y Claudia Julieta Duque, una periodista perseguida, intimidada, amenazada, que ha convertido ese acoso en su contra en una motivación para seguir denunciando en voz alta las arbitrariedades oficiales. Fue objeto de persecución por organismos de inteligencia, y no ha dejado un solo día de reclamar verdades sobre este escenario oculto de insospechados vínculos”.

* Aclaración hecha posterior a la publicación.

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