El retorno a clases debe tener un encuadre basado en la ciencia y no intereses sectoriales, y mucho menos en actitudes cuasi negacionistas que se expresan últimamente.
Hay un hecho objetivo: el retorno a clases expone a alumnos y a los miembros de su núcleo familiar al contagio, de ello tenemos que estar avisados para que no nos suceda lo que en todo país sin hábito de previsión sucede: llorar sobre leche derramada. Peor aún, hoy se presiona sobre el Gobierno para diversas “normalizaciones”, pero a la hora de la verdad y de los resultados que pudieran terminar siendo negativos, serán los líderes gubernamentales los solitarios culpables.
Es importante observar en este sentido la reacción muy oportuna y corresponsable de la Asociación de Empresarios Gastronómicos y afines que ante los excesos que se produjeron en los primeros días de liberación de actividad en ciertos bares, saltaron a pronunciarse recordando que el error de uno es el error de todos y que la irresponsabilidad de un asociado puede provocar una vuelta atrás de todo el proceso.
Son tiempos en que las propias iglesias deben evitar mensajes engañosos como subvalorar el testimonio y el esfuerzo de la civilización para sostener a un mundo menos azotado por las pestes y enfermedades; la salud, efectivamente “no debe ser un ídolo”, pero al mismo tiempo debe ser un derecho humano de primera línea y la tarea de científicos, médicos y paramédicos en todo este proceso desde principios de año merecería el mayor premio de la humanidad que pudiera existir. No hay que olvidar que las trincheras y los conflictos dogmáticos entre la fe y la ciencia ya empezaron a ceder y a desvirtuarse desde el medioevo para adelante, y esa es la línea más racional que puede existir para que la humanidad pueda seguir creciendo y acumulando conocimientos para combatir sus enormes desafíos de futuro a consecuencia de la degradación de las condiciones de vida en vastas regiones del planeta.
En este mismo orden, el planeamiento del retorno a las clases debe ser un trabajo científico que involucre a expertos de salud y educación de todos los niveles. En tal planteamiento debe quedar en primer lugar, claro y visible, el interés superior del niño, el resguardo de los jóvenes y el respeto por las familias. Detrás de estos valores pueden sumarse diversas aspiraciones, intereses legítimos de reactivar la maquinaria escolar pública y privada, etc. Pero la vida en primer lugar, siempre.
Para que exista un buen plan, se debe dar espacio y tiempo al gabinete técnico que lo elabora y la propia comunicación del Gobierno y de los ministros de Salud y Educación no debería dejarse llevar por urgencias aprehensivas, que son lógicas de la realidad psicosocial vigente, sino generar mensajes concretos en momentos concretos. Para ello también, la comunicación de Gobierno –que es casi inexistente– debe manejar los tiempos asignados a los diferentes estadios: lo estructural y lo contingencial.
Se debe responder a las urgencias con respuestas puntuales y cotidianas, pero se debe explicar a los ciudadanos que los planes estructurales ( como por ejemplo el cómo seguir con la educación en la “normalidad covid”) llevan una etapa de reflexión, al final de la cual se ofrecerán todas las respuestas.
Y si no es mucho pedir, podríamos exhortar también a los medios de comunicación a manejar estos dos escenarios porque si evaluamos lo estructural con la horma de lo urgente, terminaremos confundiendo más que echando luces.
Demos, reiteramos, espacio y tiempo que se pueda a los liderazgos científicos en salud y educación para encontrar un buen plan que nos conduzca hacia el modelo de año académico que tendremos en el 2021. Para el efecto, no será concesivo asumir que en todo el mundo se está, apenas, en etapa de experimentación en este orden, lo cual implica el riesgo de construir y deconstruir permanentemente.
Lo importante será que los referentes de distintos sectores aporten certezas y no incertidumbre sobre este camino de por sí difícil.