A raíz del tremendo sacudón que la pandemia ha dado al país se habla de que es el momento de hacer la reestructuración del Estado, de realizar cambios en el ordena­miento del país para adecuarlo a las nece­sidades y hacerlo más eficiente. Como ocu­rre cada vez que se presenta una situación extrema, a mucha gente le gusta hablar de cambios y ajustes con la redacción de nue­vas normas. Ponen el acento en que, con nuevas disposiciones, como por arte de magia, se mejorará todo y nos convertire­mos en un país de maravillas.

Ese razonamiento es tentador, pero podría ser una expresión de simplismo político, por no tener mucha sustentación lógica. Por la simple razón de que no responde a los ver­daderos elementos que componen nuestra realidad.

El principal problema del Paraguay no son las normas o la existencia de ciertas estruc­turas, que son mejorables como cualquier obra humana, sino las actitudes y los valo­res que subyacen debajo de la conducta de buena parte de los paraguayos. Gente que solo piensa en su conveniencia y en las ven­tajas para su grupo, y que convierte cada compra estatal en una oportunidad para robar y sacar provecho, sin importarle el país y su gente.

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Se podrán cambiar ciertas estructuras y algunas leyes, pero igualmente subsisti­rán hechos de corrupción sin castigo ade­cuado y el clima de impunidad que reina en el manejo de la cosa pública si no se va al asunto de fondo.

La Constitución Nacional que rige actual­mente al país es la mejor de cuantas ha tenido durante su historia y las numerosas leyes que se han elaborado en las últimas décadas están entre las más modernas. Pero no han eliminado ni disminuido la corrup­ción, como no han hecho que los ladrones públicos vayan a la cárcel o sean condena­dos por sus robos a las arcas estatales. Por la sencilla razón de que no se ha cambiado de actitud ni se han hecho primar los valores de la honestidad y el patriotismo por encima de cualquier otra consideración.

En muchos casos el manejo del dinero público sigue a merced de los inescrupu­losos, desde el más humilde municipio del rincón más perdido del país hasta en las más grandes empresas públicas u oficinas estatales de prestigio de la capital. Porque para mucha gente en la gestión pública no importa la honestidad ni la eficiencia, sino el amiguismo político, la devolución de favo­res o su conveniencia económica. Por eso los precios que paga el Estado por cualquier compra son casi siempre superiores a los que abona el sector privado, desde un sim­ple tapabocas que cuesta unos pocos gua­raníes hasta una compleja obra pública de millones de dólares.

Aparte de hacer algunos cambios en las estructuras que son necesarios, hay que poner el acento en la ética, la honestidad y el patriotismo, cosa que se logrará solamente con un fuerte liderazgo del Gobierno y una gestión adecuada mediante la actuación de personas íntegras.

Es plausible la intención del Gobierno de querer hacer reestructuraciones y cambios en el aparato estatal. Pero su credibilidad no queda bien parada si se considera que en algunos puestos públicos clave ha insta­lado a personas sin la capacidad técnica que se requiere. El amiguismo o la convenien­cia partidaria no son más importantes que la solvencia profesional. La confianza de la ciudadanía hacia sus autoridades no puede aumentar cuando, aunque no cometan deli­tos, ciertos funcionarios no tienen la versa­ción requerida para responsabilidades que se les da.

Cuando se ve que los manejos desprolijos de los fondos estatales no son castigados como corresponde es muy difícil que la gente tenga confianza en el Gobierno. Por lo que es obligación del Estado no solo sancionarlos, que devuelvan lo sustraído, sino también impedir que se use la maquinaria pública para hacer negocios. Para eso no hace falta modificar ninguna estructura sino asumir un fuerte cambio de actitud para poner de moda la honestidad como un imperativo insustituible.

Teniendo en cuenta la necesaria honestidad en la conducción de los intereses del Estado, ninguna nueva norma ni cambio estructu­ral puede ser útil si no se pone el acento en el comportamiento ético por encima de todo. Y tarea estatal alguna podrá ser eficiente si no cuenta con el reaseguro de la integridad moral.

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