Nuestra democracia habrá de alcanzar su edad madura cuando una mujer llegue a la Presidencia de la República. No estamos diciendo con esto que permanecerá en un estado infantil permanente si ello no llegara a ocurrir. Pero sí evidenciará que la sociedad –elemento constitutivo e imprescindible de este modelo de gobierno– empezó a desarraigarse de sus prejuicios y discriminaciones a razón simplemente del género, ignorando las cualidades intelectuales, morales y personales de quien pretenda, por mérito propio, acceder al Palacio de López por las puertas de la voluntad popular.

Aprendí de una experiencia de primera mano –aunque parezca redundante– con la candidatura de Blanca Ovelar, representante de la Asociación Nacional Republicana en las elecciones generales del 21 de abril de 2008. Sus congéneres del mismo partido la descalificaban para ocupar el cargo porque, conforme a sus atrofiados argumentos, nuestro país no estaba preparado para tal hecho. Y sus aliados masculinos se encargaban de alimentar la especie de “Blanca al Palacio y nosotros al poder”, sobre todo por el entonces mandatario, Nicanor Duarte Frutos, quien no guardaba ninguna reserva para expresarse en esos términos ante el que estuviera dispuesto a escucharlo.

Esos exabruptos desatinados llegaban a los oídos de la actual senadora, quien solía confesarme, indignada: “Si creen que me van a manejar, están muy equivocados. Mi conciencia será la única rectora de mis actos y gestiones”.

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Los constantes desplantes en público y el trato autoritario hacia la candidata del oficialismo de parte de Duarte Frutos, más los signos de arrogancia del jefe de campaña, Rogelio Benítez, quien llegaba a los encuentros proselitistas después de que lo hiciera la aspirante presidencial, a los que añadía unos interminables discursos, fueron estrechando las chances de Blanca Ovelar. Situación a la que debemos sumar otro episodio crucial: la traición de quienes fueron derrotados en las internas partidarias alegando fraude. Y, por supuesto, una fracción del Partido Colorado que trabajó abiertamente por Fernando Lugo, sin que el Tribunal de Conducta tomara sanciones posteriores, a pesar de la voluminosa documentación respaldatoria en que se basó mi denuncia. En medio del caos, y de mutuas descalificaciones, la también parlamentaria, Lilian Samaniego, tomó la posta en la Junta de Gobierno de la ANR. Blanca Ovelar fue lo más cerca que una mujer estuvo de ser la primera presidenta de la República del Paraguay.

Varios países de la región, entre ellos nuestros grandes vecinos Brasil y Argentina, ya vivieron la experiencia –y seguramente la repetirán– de que una mujer dirija los destinos de la nación. También, Chile, siempre dentro de las reglas que pautan la democracia. Y Dina Boluarte, en Perú, quien asumió el cargo por la vía de la sucesión presidencial. Xiomara Castro, en Honduras. Más atrás en el tiempo, en una Bolivia convulsionada ubicamos a Lidia Gueiler, quien fue electa presidenta constitucional interina por el Congreso de su país. Sin olvidar a Violeta Chamorro, en Nicaragua.

En el otro extremo de nuestro continente tenemos a Claudia Sheinbaum quien, a partir del 1 de octubre, será la primera mujer al frente del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos. En ese otro Estados Unidos, pero de América, Hillary Clinton fue la primera mujer nominada por uno de los partidos tradicionales, el Demócrata, en 2016; sin embargo, perdió en los comicios generales ante Donald Trump. Y en esta sociedad, históricamente marcada por la segregación racial instalada por la “supremacía blanca”, cuyos residuos de violencia nunca desaparecen, paradójicamente, un hombre de color –Barack Obama– llegó al poder antes que una mujer. Por ahora, deberán seguir esperando porque el 5 de noviembre de este año volverán a enfrentarse el demócrata Joe Biden y el republicano Donald Trump.

De nuestra parte, todavía tenemos un trecho de tres años por delante. En ese tiempo se decantarán, se consolidarán o se descartarán candidaturas. En los últimos años, la frialdad de los números, sujetos a encuestas que no se muestran en público, fue determinante para la opción final. Rumores van, rumores vienen, quizás llegue a cumplirse lo que Augusto Roa Bastos ambicionaba como una cosa sagrada: “El día que vea sentada a una mujer en el sillón de López, ese día voy a creer que ha empezado la democracia en el Paraguay”. Hay calidad de sobra para que ello acontezca. Buen provecho

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