- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Los problemas de los ministerios del Poder Ejecutivo y los eventuales conflictos entre pares solo llegan a instancias del presidente de la República cuando la Secretaría General (y jefatura del Gabinete Civil, en nuestro caso) no puede resolverlos. Esa fue la clara explicación de aquel experto chileno –cuyo nombre ya no registra la memoria– que fue contratado para asesorar al gobierno que asumiría el 15 de agosto de 2003. Me tocó desempeñarme en dicho puesto, pero con el caótico, discrecional y absorbente manejo de Nicanor Duarte Frutos, que avasallaba todos los procedimientos institucionales, fue imposible cumplir con aquella función. Es más, personal que estaba más cerca del entonces mandatario usurpaba, con su tácita anuencia, las atribuciones inherentes al cargo. Como, por ejemplo, convocar a reunión de ministros, por instrucciones del jefe de Estado, y actuar de secretario. Al final, un minuto antes de estos encuentros el invitado era yo. En mi concepto de trabajo en equipo no figuraba disputar el poder con un cardumen de ambiciosas y glotonas pirañas. Así que un 12 de mayo de 2004, renuncié.
En todo el periodo democrático, el único que cumplió a cabalidad con estas tareas fue Miguel Ángel López Perito, durante la administración de Fernando Lugo. No sé si porque el presidente conocía el papel que debía ejercer el secretario general y jefe del Gabinete Civil o porque, fiel a su estilo, le resultaba más cómodo que otros se encargaran de los molestos temas que podían alterar su tranquilidad de boca de poncho. Siempre en el medio. Así que el antiguo dirigente de los trabajadores de la educación intervenía abiertamente para unificar los puntos de vista dispares de algunos ministros que, a veces, adquirían dimensiones de voceos mediáticos, especialmente uno muy recordado entre Cándido Vera Bejarano, de Agricultura y Ganadería, y Dionisio Borda, de Hacienda. Debemos reconocer, no obstante, que en ocasiones se extralimitaba en sus competencias, como cuando declaró públicamente que no estaban conforme con el trabajo del vicepresidente de la República, Federico Franco, en su relacionamiento con el Congreso de la Nación. Ese bocado estaba por encima de su paladar.
Aunque las funciones y atribuciones aludidas están registradas explícitamente en diferentes decretos de los sucesivos gobiernos de la posdictadura, siempre se percibía una sorda disputa entre las distintas dependencias de la Presidencia de la República. Es que muchos las utilizaron como catapulta para acceder a cargos de mayores privilegios o de representación popular. Por lo que, trasponiendo los límites específicos de sus cargos, se codeaban unos a otros por espacios en los medios de comunicación. No se trata, claramente, de coartar la libertad de expresión de los funcionarios en cualquiera de los rangos, sino de coordinar estrategias y que cada uno sea vocero y responsable de sus bien identificados sectores. Por lo tanto, no solo es oportuno, sino necesario, el Decreto 639, del pasado 3 de noviembre, por el cual “se establece la nueva estructura del Gabinete Civil de la Presidencia de la República”. Su propia denominación ya lleva implícita su jerarquía. El resto es pura especulación sin fundamentos racionales.
No existe ni puede existir colisión entre los quehaceres puntuales de la ministra Lea Giménez y las del vicepresidente de la República, Pedro Alliana. Tampoco motivos para un supuesto malestar, como pretende instalarse desde algunos medios de comunicación. La cuestión ni siquiera amerita el esfuerzo de la reflexión. El asunto es muy simple. Ninguna ley o decreto puede estar por encima de la Constitución Nacional. Y es en el artículo 227 donde se deja clara constancia de cuáles son las facultades del vicepresidente (que no es el segundo del Poder Ejecutivo, como erróneamente suele publicarse): “…quien, en caso de impedimento o ausencia temporal del presidente o vacancia definitiva de dicho cargo, lo sustituirá de inmediato, con todas sus atribuciones”. Y, también en el Artículo 239 puede leerse: “1) Sustituir de inmediato al presidente de la República, en los casos previstos por esta Constitución; 2) Representar al presidente de la República nacional o internacionalmente, por designación del mismo, con todas las prerrogativas que le corresponden a aquel, y 3) Participar de las deliberaciones del Consejo de Ministros y coordinar la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo”. Ninguno de estos aspectos es lesionado por dicho instrumento legal emitido por el Poder Ejecutivo que, reitero, nunca podrá estar por encima de la Constitución Nacional. Así de claro y sencillo. Salvo que –como dijera aquella senadora ya fallecida– se busque afanosamente la quinta pata del gallo. Buen provecho.