• POR EL HNO. MARIOSVALDO FLORENTINO
  • Capuchino.

En este fin de semana la litur­gia nos hace celebrar el miste­rio de la oración y su importan­cia en nuestras vidas.

Uno de los discípulos pidió a Jesús que les enseñara a orar. Y Él les enseñó el padrenues­tro y después les hizo un dis­curso sobre la importancia de la oración.

El padrenuestro es, sin dudas, la mejor oración que tenemos pues nos fue entregado por el propio Dios que se hizo carne. A veces me asusto cuando algunas personas, aunque con muy buena intención, atribu­yen poderes casi mágicos a otras oraciones y colocan en un segundo plano la oración del padrenuestro. No digo que no tengamos bellísimas ora­ciones, muchas de ellas hechas por santos, y que nos ayudan a rezar mejor, pero ninguna se puede comparar con aquella que nos dio Jesús.

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Nos decía santa Teresa De Ávila, que quien quisiera hacer una hora de buena oración, bastaría hacer en este tiempo un padrenuestro, meditando en sus palabras, y esto sería suficiente. Seguramente esta es una mujer que aprendió a rezar con Jesús.

El padrenuestro es una ora­ción completa. Allí damos gloria a Dios, no porque Él tenga necesidad de nuestras alabanzas, sino porque para nosotros es fundamental reco­nocer su gloria a fin que poda­mos descubrir quiénes somos y hacia dónde debemos ir. En el padrenuestro nos abrimos a la acción de Dios y expresamos nuestra confianza en su gra­cia. Decir “hágase tu voluntad” es muy comprometedor, pero es el único camino para nues­tra real felicidad. Dentro de esto “hágase”, le presentamos nuestras necesidades: el pan cotidiano; el perdón; la pro­tección. Pero después de dar­nos esta maravillosa oración, Jesús insiste mucho sobre la importancia de orar.

El tema central de su discurso es la perseverancia. Nuestra oración debe ser perseverante. La debemos hacer con insis­tencia. No basta decir: ya le pedí una vez, ahora solo me resta esperar. Es en la cons­tancia de la oración, que reside su eficacia. El ejemplo que nos da Jesús del hombre que en la madrugada insiste con el vecino hasta que se le atienda, si no por amistad, al menos para no ser más molestado, es muy claro. También nosotros debemos pedir y pedir, llamar y llamar hasta que el Señor nos escuche.

Con todo, es importante tener claro que existen tres clases de cosas que podemos pedir a Dios:

a) cosas que colaboran para nuestra salvación, para nues­tro crecimiento como perso­nas;

b) cosas que son indiferentes para la vida en Dios, pero que nos ayudarán a ser más felices en ciertas situaciones;

c) y otras cosas que, aunque no nos demos cuenta, nos harán daño o al menos colocará en peligro nuestra salvación.

En cuanto a las primeras, podremos decir que Dios es el primer interesado en nues­tra salvación. Este es el regalo que Él más nos quiere dar, y no negará a nadie que lo pida.

En cuanto a las segundas, dependerán de nuestra insis­tencia, de las motivaciones que tengamos. Del cómo las pedimos. Del cuánto real­mente son importantes para nosotros. (Como un padre de familia siente placer en regalar a su hijo, en alguna oportuni­dad especial, alguna cosa, que sabe que lo desea mucho por­que siempre lo pide, aunque no sea esencial para su vida, así también Dios hace con noso­tros).

Mas, si nosotros le pedimos una cosa que no nos hará bien, o nos puede hacer daño, es natural que Él no nos con­ceda, aunque pasemos toda la vida insistiendo. Dios es nues­tro padre y, por sobre todo, nos quiere defender y proteger. Así como a un niño pequeñito que pide a sus padres un cuchillo afilado, ellos por cierto le nega­rán, aunque él pida entre lágri­mas, también a nosotros, por­que nos ama, Dios algunas veces no nos atiende.

Pero no nos olvidemos, orar no es solo hacer listas de pedidos. Es también agradecer, recono­cer los beneficios, conocer todo lo que ya hizo Dios y alabarlo. Y por, sobre todo, oración es diálogo, no es monólogo. Debe­mos estar también dispuestos a escuchar a Dios, a contem­plarlo, a dejarse tocar por Él.

La oración debe volverse en nuestra vida “respiración de amor”

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su ros­tro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cari­ñosa y te dé la PAZ.

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