• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Los registros de la memoria no son lineales. Dan saltos. O tienen huecos. Los datos que almacena la mente se saturan y solo emerge una parte muy pequeña. En el territorio de las disputas de cualquier naturaleza el uso del pasado suele ser premeditadamente arbitrario, partiendo de una selectividad donde solo se marcan en rojo los errores o vicios del adversario y se sepultan bajo el conveniente olvido los propios. El archivo es un buen antídoto para las oportunas amnesias. Sobre omisiones y complicidades no asumidas.

Como la actitud complaciente de algunos medios de comunicación y un coro de periodistas aliados del entonces ministro de Hacienda, Benigno López, inoperante en tiempos normales y un desastre durante la crisis. Son de esas culpas con las que nadie carga, pero las pagamos todos.

La sociedad asintió, casi a nivel de consenso, la cuarentena dispuesta por el Gobierno el 10 de marzo del 2020, un día antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara el brote del covid-19 como pandemia. Fuimos uno de los primeros en aplicar tan estricta, pero necesaria, medida. Para entonces, el virus ya hacía estragos en Europa, especialmente en Italia. Ya en ese tiempo se había instalado lo que la misma OMS definió como “infodemia masiva”, una sobreabundancia de informaciones que no siempre eran “verdaderas o exactas”. Los contenidos falsos compartidos empezaron a tener los mismos efectos demoledores que el propio coronavirus: minimizadores, negacionistas, escépticos, teorías conspirativas y promotores de medicamentos milagrosos de venta libre. Todos en un mismo costal.

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De nuestro lado, con alto acatamiento por parte de la población de los sucesivos decretos presidenciales, se sumaron los elogios internacionales por el bajo índice de contagios comunitarios y de muertes. En medio del asombro y del temor, entregamos al Poder Ejecutivo nuestras libertades y 1.600 millones de dólares sin reparo alguno y, lo peor, sin ningún control. Ante la falta de una política comunicacional de Gobierno dos ministros cargaron con la responsabilidad de informar a la ciudadanía. El entonces ministro de Salud, Julio Mazzoleni, por su tranquilidad, parecía un capitán de tempestades. El del Interior, Euclides Acevedo, ya lo dijimos en su momento, encontró una utilidad práctica a su elocuencia. Se hacía entender. El mensajero natural, el presidente de la República, a diferencia de sus otros colegas, desapareció del escenario que, luego, se volvería costumbre en las siguientes crisis que afrontó su administración.

Recordábamos, en escritos anteriores, que el influyente New York Times publicaba en esos días un artículo iluminador acerca de “las lecciones de Italia para el mundo”, subrayando que las disposiciones recomendadas no fueron emprendidas a tiempo “en aras de preservar las libertades civiles al igual que la economía”. El citado periódico añadía que “si algo podemos aprender de la experiencia de Italia es que las medidas de aislamiento en áreas afectadas y restricción de movimiento de la población en general tienen que implementarse de inmediato, con absoluta claridad y cumplirse de manera rigurosa”. Nadie aprendió la lección.

Nosotros aplicamos lo “de inmediato”. Nada más. Porque pronto comenzaron las improvisaciones, con reglamentaciones contradictorias y proyecciones estadísticas confusas. Se especuló con que la pandemia duraría poco. Es la deducción lógica del porqué no se estructuró una política de contingencia para enfrentar la crisis. La sanitaria y la económica. Hubo relajos de todas partes. Paralelamente, el poder, antes que extirpar la corrupción, aunque más no sea por la pandemia, la agudizó al grado de epidemia. Toda la estructura del Estado estaba contaminada. El señor Abdo Benítez, lejos de destituir a los funcionarios desleales, los defendía. Ni siquiera asimilaba los cuestionamientos a su mediocre gestión: “No acepto la crítica de los que no han hecho absolutamente nada y solamente están sentados en sus oficinas criticando”. Un año después, no tenemos pabellones de emergencia, medicamentos ni camas para terapia, pero sí un viaducto peatonal sobrefacturado descaradamente cuyo costo final representa la muerte de cientos de compatriotas. ¿Vacunas? No las conseguimos aún en la cantidad requerida por chambonadas.

En su delirio el Presidente, profanando la memoria de quienes murieron a causa de la ineptitud y la corrupción de su gobierno, aseguró días atrás que no cejará en su empeño para que “Paraguay siga siendo un ejemplo en sus políticas sanitarias y en sus políticas económicas”. Desde hace más de un año venimos girando sobre el mismo eje. Diríamos que hasta ya es tedioso si no fuera porque estaríamos incurriendo en la barbarie de banalizar la muerte. Como lo hace el señor Abdo Benítez, quien, definitivamente, vive en otro país. Alguien debería informarle que desde el 30 de marzo de este año (4.161) al 28 de abril (6.196) hubo más de dos mil fallecidos. Para ellos, las vacunas ya nunca llegarán. Hacerse del distraído o queriendo pasarse de listo no le salvará del juicio popular. Buen provecho.

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