Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Ahora todos somos medios. Con esta afirmación que Ignacio Ramonet desarrolla lúcidamente en su libro “La explosión del periodismo: Internet pone en jaque a los medios tradicionales” (2011), describía la irrupción de esta nueva herramienta de comunicación como el meteoro que extinguió a los grandes dinosaurios que tenían un control hegemónico de la información, sin posibilidad de que el público pudiera rebatirlos. De simples receptores nos convertimos en hacedores de noticias, sin necesidad de intermediarios. Los periódicos, cadenas de televisión y estaciones de radio más importantes y los periodistas más prestigiosos habían perdido parte de su poder para imponer su propio relato a la sociedad.

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Años después, el mismo Ramonet admite que las influencias de las redes sociales en nuestras vidas, al estar en permanente transición, seguirían siendo impredecibles. Y detecta las primeras grietas que antes eran patrimonio exclusivo de los medios llamados tradicionales: la contaminación de la información, la difusión de noticias falsas y la pérdida de la veracidad. La repetida tragedia de la debilidad humana.

Las autopistas de la comunicación y la información, lugar común pero siempre preciso, cada vez más aumentan en velocidad y en andariveles. Pero con esa misma velocidad y canales arrastran “mentiras, rumores y semiverdades” siempre con la vieja estrategia, aunque con un rostro barnizado, de la confusión y la orientación del pensamiento como elementos de dominación y control. Sin olvidar lo que nuestro ya citado autor denominó “El imperio de la vigilancia”.

Así, ese paisaje cuasi idílico, donde la libertad de expresión era la única soberana, empieza a desdibujarse. Toda comunicación precisa un canal. Y ese canal es hoy el gran ojo que empieza a aplicar censuras selectivas desde sus pedestales de Twitter y Facebook, impidiéndole al usuario determinar por sí solo qué son noticias adulteradas y cuáles contenidos disparan odio.

Mas, no todo es negativo en el mundo digital. La posibilidad de responder directamente a un jefe de Estado o a cualquier funcionario público (antes de que te bloquee y la justicia le ordene el desbloqueo) o corregir, con criterios de razón, un hecho deliberadamente distorsionado, o producir tu propia información respetando los códigos de la honorabilidad ajena y la ética propia, ilustra un modelo de sociedad imposible de imaginar dos décadas atrás. Al menos, hasta ahora.

En nuestro país, las redes han perforado la credibilidad de muchos medios que históricamente eran considerados, y se consideraban, propietarios de la verdad. Los oráculos se han multiplicado en millones y un mismo suceso es diseccionado desde diferentes puntos de vista. Siempre con la posibilidad cierta de verificar las fuentes. Ya nadie tiene la última palabra, salvo nuestra propia capacidad de distinguir entre un sofisma o verdad aparente y una realidad que resista los juicios de la razón.

Tampoco estamos ante el paraíso soñado. Las redes destilan más odio que los alambiques clandestinos de los años 30. Argumento sostenido por algunas empresas multinacionales para retirar sus anuncios de las plataformas digitales más conocidas, lo que algunos analistas consideran como una indisimulada presión para que las grandes corporaciones recuperen su poder de imponer una agenda comunicacional global y única.

Los antiguos paradigmas sobre los que se construyeron las teorías de la comunicación y su impacto en las masas también han entrado en crisis. Para el catedrático alemán de origen coreano, Byung Chul-Han “al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa (…). Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros”. Reconoce, sin embargo, que, a veces, los individuos digitales configuran multitudes inteligentes, “pero sus modelos colectivos de movimiento son muy fugaces e inestables, como en los rebaños constituidos por animales”.

Esta observación puntual tiene relación con lo que estamos viviendo hoy en nuestro país. No habrá un cambio sustantivo sin un “nosotros” que tenga una identidad colectiva que provoque la transformación radical. Para eso, hay que trasponer los umbrales del enjambre. En esta inmensa era de la iluminación digital, en la oscuridad, los ratones siguen invadiendo la cocina, royendo los vínculos, saboreando el aroma de la censura y haciendo ruidos para que la información no sea claramente perceptible y se pierda entre la duda, la mentira y la contaminación de los hechos.

No basta con que hoy todos seamos medios si no somos capaces de sacudirnos de la rutina que paraliza nuestra potencia crítica y movilizadora.

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