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Es demasiado pronto para saber si la repentina y real destitución del director del FBI por parte del presidente Donald Trump, – "¡Decapítenlo!" (Richard III, Shakespeare, al ordenar deshacerse de algún traidor) – desencadenaría una crisis constitucional. Mucho depende de quién sea nombrado para suceder a James Comey y del destino de la investigación del FBI sobre la intromisión de Rusia en la elección presidencial del 2016.

No es demasiado pronto para hacer una observación más general. A menos de cuatro meses del reinado del rey Donald, sus impetuosas maneras están haciendo más probable que su presidencia resulte finalmente en un fracaso, con pocos logros importantes en su nombre. Y esto no es un sarcasmo periodístico, sino una clara advertencia, basada en observaciones de prominentes republicanos y demócratas por igual, especialmente en el Senado.

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Los 100 miembros del Senado tienen una relación delicada con cada presidente. Son notables, con un agudo sentido de superioridad sobre los dedicados funcionarios que trabajan en la Cámara de Representantes y los allí hoy-nominados-mañana-descartados políticos que dirigen el poder ejecutivo. Los senadores son tratados como príncipes cuando viajan al extranjero, actualizados en detalles por generales americanos canosos y agasajados aristocráticamente por potentados locales. En sus sueños, las campañas electorales aún podrían involucrar dirigirse a multitudes desde el vagón de un tren privado cubierto de banderas.

No resulta raro, entonces, que los senadores a menudo resientan aún más la grandiosa vida de un presidente. Aun así, sin embargo, su consternación por Trump suena diferente.

Cuando comenzó la era Trump, los senadores demócratas recordaron cómo este presidente populista había despreciado a ambos partidos en la campaña electoral y se preguntaron si él buscaría nuevas coaliciones bipartidistas para ayudar a los trabajadores estadounidenses. Los demócratas reflexionarían sobre los términos que exigirían para apoyar políticas como un vasto programa de infraestructura. Tal vez, por ejemplo, podrían buscar tarifas salariales sindicales para los trabajadores que construyen los nuevos aeropuertos y puentes de Trump.

Los senadores republicanos estaban preocupados, en privado, sobre lo mismo desde el otro lado. Les inquietaba que su nuevo presidente hiciera negocios con el nuevo líder demócrata en el Senado, el senador Charles Schumer (D.,N.Y.). Para consolarse, los republicanos imaginaron a Trump como una especie de vendedor-director general, ofreciendo una reforma tributaria y una desregulación completas para las masas, mientras delegaba el gobierno del día a día a los conservadores convencionales como el vicepresidente Mike Pence.

Ya no. Cada vez más, el estado de ánimo entre los republicanos del Senado es una mezcla de incredulidad y tristeza, ya que cada éxito político -la confirmación de Neil Gorsuch como juez de la Corte Suprema, los ataques de misiles de crucero sobre Siria- son seguidos por un estallido del presidente.

Algunos propusieron que los problemas de Trump era una crisis de comunicación y de disciplina del personal de la Casa Blanca. En un almuerzo reciente con los republicanos del Senado, el senador Mitch McConnell (R.-Ky.), el líder de la mayoría parecido a un búho, regañó a Pence por un tweet en el que Trump que sugirió que un cierre del gobierno podría ser una buena idea. Según trascendidos, McConnell le dijo al vicepresidente: "No crees eso, no creemos eso y ese tipo de tuits solo hace que nuestras vidas sean más difíciles."

Los republicanos prominentes y los demócratas han ofrecido a Trump el mismo consejo: Encuentre a un jefe de gabinete de la talla de James Baker, el principal influenciador en la Casa Blanca durante las administraciones de los presidentes Ronald Reagan y George H. W. Bush.

Algunos senadores tenían aún consejos más específicos para ofrecer. Ellos instaron a Trump a crear un equipo de política doméstica que imite el profesionalismo de su equipo de seguridad nacional. Elogian a su segundo consejero de seguridad nacional, el teniente general H. McMaster, por recuperar a un grupo dejado en el caos por su desventurado predecesor, Mike Flynn, y despejar el camino para que el secretario de Defensa, James Mattis, pueda trabajar con el secretario de Estado, Rex Tillerson. No solo los jefes del Pentágono y el Departamento de Estado se reúnen por lo menos una vez por semana para desayunar, para compartir sus pensamientos, al recomendar políticas que tratan de presentar al presidente con una única opción unificada.

En sus momentos más oscuros, sin embargo, algunos grandes en el Capitolio se preguntan si lo que aflige a esta presidencia va más allá de tuits imprudentes o la falta de un guardián que pueda proteger a Trump de lo que un republicano describe como "gente llenando su cabeza con estupicedes".

Se ha convertido en algo de todos los días, especialmente en la derecha, acusar a la prensa de exagerar las intrigas palaciegas en el mundo de Trump. Si solo eso fuera cierto. De hecho, la gente poderosa en Washington describe rutinariamente a Trump en términos chocantemente despectivos. Se lo compara con un niño que se distrae fácilmente y que debe mantenerse ocupado "en la tarea". Aliados extranjeros hablan de un presidente que "está aprendiendo". Los republicanos mayores afirman que Trump navega en aguas demasiado profundas para sus habilidades.

Los peces gordos dicen que el presidente es oyente sorprendentemente bueno, pero también señalan que puede ser fácilmente halagado. Ellos piensan que él es capaz de hacer "tratos baratos" con poderes como China, después de una cumbre en la que el presidente Xi Jinping deslumbró a Trump con la conversación de cómo, dada la antigüedad de China, 1776 se siente como si fuese ayer.

En Washington se están dando cuenta de que el verdadero problema no es que Trump dé oídos a consejos contradictorios de facciones beligerantes de la Casa Blanca, un campo ferozmente nacionalista dirigido por el estratega jefe, Stephen Bannon, y a un grupo pragmático dirigido por el yerno de Trump, Jared Kushner. Esas facciones persisten porque representan una parte auténtica de la cosmovisión de Trump. Él es por convicción profunda un nacionalista agraviado, convencido de que Estados Unidos ha dejado que otros tomen ventaja durante demasiado tiempo. Si a veces es más o menos conflictivo, es una cuestión de táctica, no de creencia.

En la raíz de cada nueva crisis se encuentra el carácter de Trump. Si fuera un rey ataviado con un manto de terciopelo y armiño, eso importaría menos. Pero él es un presidente estadounidense. Para conseguir que sus designados sean confirmados, que se acepte su presupuesto y que las reformas sean adoptadas, Trump necesita del Congreso y, en particular, de un Senado en el que su partido goza de una exigua mayoría y donde tiene cada vez menos admiradores.

La lealtad partidista puede salvarlo de una revolución. Sorprendentemente temprano, sin embargo, sus propios colegas están empezando a preguntarse para qué sirve el rey Donald.

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