Por: Jazmín Ruiz Díaz Figueredo

Periodista @min_erre

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Especializada en cultura, género y moda. Máster en Cultural & Creative Industries (King’s College London)

Aunque el calendario marca que faltan semanas para que el verano empiece oficialmente, el termómetro indica que en realidad ya está aquí. Me levanto, me miro al espejo antes de vestirme, veo imperfecciones que no estaban antes. Es verano. La piel se descubre. El momento de ponerse un traje de baño se acerca, ¿por qué esperé tanto para inscribirme al gimnasio? Bajo a desayunar. Hoy omito el pan; elijo una fruta. Termino de arreglarme y me miro una vez más antes de salir.

Me reprocho. Soy yo la que no me gusto. Soy yo la que, desde que tengo memoria, sufro en la cuenta regresiva de ponerme un traje de baño. La solución es simple: dieta y gimnasio. “El cuerpo de verano se construye en invierno”, me decía una instructora de crossfit. “Para ser bella, hay que ver las estrellas”, enunciaba la depiladora antes de cada sesión de cera y dolor.

Es verano, me reconozco mujer libre e independiente, pero la idea de ponerme un bikini sigue dándome pavor. Por eso, siento que estas líneas nacen simplemente de una necesidad de abrir la discusión sobre estos temas cotidianos, porque detrás de lo cotidiano se esconden temas más complejos, y detrás de las disciplinas impuestas al cuerpo, como decía Foucault, se esconden relaciones de poder. Porque no es gratuito que se hable mucho del operativo verano, pero poco acerca de la necesidad de normalizar los cuerpos, de derribar arquetipos, de buscar un modelo de belleza que no esté lleno de culpas y reproches. De aceptar que la celulitis invada las piernas no deba ser símbolo de derrota ni de dejadez.

“Nuestro cuerpo es cultura”, había dicho el Dr. Paul Sweetman, sociólogo especializado en el tema, al comienzo de su disertación. Desde entonces no me quito esa frase de la cabeza. Nuestro cuerpo es cultura no solo porque pensamos nuestro cuerpo en función de los dogmas de una cultura: cómo lo medimos, cubrimos y descubrimos, juzgamos. Nuestro cuerpo es cultura porque no podemos pensarlo fuera de ella.

Me discutirán que no, que el cuerpo es ciencia y biología pura. ¿Pero acaso no fue la misma ciencia la que, siglos atrás, justificó “objetivamente” la superioridad de la raza blanca frente a la negra argumentando diferencias medibles en el IQ? Y si empezamos a hablar de cómo se la utilizó para sostener argumentos sexistas en contra de las mujeres (según diferentes momentos, las más débiles, las posibles “histéricas”, las constituidas con el solo fin de ser madres), estas líneas nos quedarían cortas.

Pero a lo que quiero ir es a pensar cómo ni siquiera la ciencia puede escapar a la cultura en la que se inserta, y si lo trasladamos a nuestra cultura, estamos rodeadas de evidencias que nos muestran cómo se nos ha enseñado, a las mujeres, a mirar a nuestro cuerpo. Lejos de ser inocente, esa mirada nos afecta en el cotidiano, en lo complejo y en lo simple. Y es una mirada internalizada, lo que quiere decir que como está en todas partes y en ninguna (no hay una institución o ley que formalmente nos “obligue” a vernos de una determinada manera), somos nosotras mismas las que nos juzgamos, y a veces podemos pensar que somos nosotras solas las que decidimos mirarnos así.

Es verano y, este año, el peso que quiero dejar de lado es el de la culpa. Porque merecemos exhibirnos, con piernas largas y cortas, siluetas voluptuosas, kilos ganados y perdidos, con curvas y sin ellas. Merecemos no solo aceptarnos sino celebrarnos, ir a la pileta orgullosas, desnudarnos con ganas, vivir un apasionado romance de estación. Es verano y meremos disfrutarlo, porque cuando sube la temperatura, todos los cuerpos son cuerpos de verano.

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