Por: Javier Barbero

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Con la implantación masiva de Internet y de la telefonía móvil, nos hemos acostumbrado a los resultados inmediatos. Escribimos el nombre de un restaurante en la ventanita de Google y antes de un segundo tenemos su ubicación exacta en el mapa. Mandamos un correo electrónico y, si no obtenemos respuesta rápida, llamamos para ver qué sucede.

Las nuevas tecnologías nos han construido un mundo virtual con el que nos relacionamos la mayor parte del tiempo; por tanto, cada vez estamos más acostumbrados a esos tiempos de reacción y cualquier cosa que se dilate demasiado nos molesta.

¿Vivir así nos hace más felices? ¿Dónde está el placer de la espera? ¿Qué sentido tiene correr tanto cuando no sabemos hacia dónde queremos ir?

Antiguamente, la paciencia y la lentitud se consideraban virtudes capitales para hacer grandes obras, como copiar un manuscrito o edificar una catedral.

De hecho, estudios modernos como el de Malcolm Gladwell y su Ley de las 10.000 horas reivindican el tiempo y la dedicación como clave de la excelencia.

El consumo compulsivo ya no se limita a lo que adquirimos en las tiendas. El consumismo se ha trasladado a las relaciones sentimentales, cada vez más efímeras, por no hablar de nuestra sufrida agenda diaria, que sobrecargamos de compromisos y actividades. Consumimos tiempo y recursos en una carrera alocada contra el ritmo natural de las cosas.

Todo lo queremos instantáneo. No podemos “visualizar” que construir una pareja lleva tiempo. Que lograr una carrera profesional en una empresa lleva tiempo. Que crear un vínculo duradero también es cuestión de tiempo.

Antes, preparar un café en casa era un ritual que implicaba desenroscar la cafetera, llenar el filtro de café molido, volverla a cerrar y esperar a que el fuego hiciera emerger el café con un sonido inconfundible. Hoy ponemos una cápsula en la máquina y obtenemos en cuestión de segundos un café instantáneo.

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