- Por Felipe Goroso S.
Francis Fukuyama es un politólogo estadounidense. Ha escrito sobre una variedad de temas en el área de desarrollo y política internacional. Su libro “El fin de la historia y el último hombre”, publicado en 1992, ha sido traducido a más de 20 idiomas. El argumento era que, con el inminente colapso de la Unión Soviética, se había eliminado la última alternativa ideológica a una economía liberal. El fascismo había sido exterminado en la II Guerra Mundial y ahora el comunismo estaba implosionando. En estados como China, que se autodenominaban comunistas, las reformas políticas y económicas iban en dirección a un orden liberal. Entonces, si imaginamos la historia como el proceso mediante el cual las instituciones liberales (gobierno representativo, mercado libre y cultura consumista) se vuelven universales, sería posible decir que la historia había alcanzado su objetivo. Por eso su tesis decía que la historia había llegado a su fin.
La paradoja es que, años después, el propio autor dejó de ser “fukuyamista”. La revista New Yorker tituló un artículo “Fukuyama pospone el fin de la historia”. Resulta que no fue el fin del mundo. Ni era el fin de los tiempos. Las cosas seguían sucediendo y de hecho siguen pasando, incluso hoy. El escenario político en los últimos días se ha visto repleto de grados importantes de radicalismo, de polarización política, lo cual no apunta a mejorar la calidad de la vida de la gente, sino que en una degradación de la calidad de la democracia. Hay elementos para pensar, que es lo esperado por quienes ondean esas banderas pensadas para seguir polarizando y ampliando la brecha. Corremos el riesgo de que la sociedad se fragmente por completo en grupos que viven relativamente juntos, pero en su propia burbuja, grupos que lleguen a detestarse mutuamente y no tienen la suficiente confianza para discutir, debatir y enfrentarse democráticamente, con un mínimo de garantías de que el diálogo salga robustecido y que los que más necesitan sean los perjudicados.
Grupos de medios de comunicación y los vestigios de la oposición buscan que seamos incapaces de discutir nuestras diferencias. Quieren convertirlas en un enfrentamiento apocalíptico que dificulte extremadamente encontrar soluciones. Porque en realidad no se busca que la gente viva mejor, sino posicionar a los paraguayos de un lado o de otro. Levantar un poco la voz en democracia puede no ser lo más elegante, pero no pasa nada si lo hacemos. Lo que es insostenible es presentar cada acontecimiento como algo decisivo para el futuro de la República. Podemos tener álgidas discusiones que concluyan con un “me caes superpesado porque estás equivocado en tu manera de pensar”. Es poco elegante, pero válido democráticamente.
Ahora bien, lo que nos proponen algunos referentes del periodismo es: “Vos y tu grupo son los culpables de todos los males del Paraguay y políticamente hay que acabar (metafóricamente, claro) contigo y los tuyos”. Peligroso.
En este periodo que estamos viviendo hemos decidido convertirlo todo en un enfrentamiento. Si estamos de un lado nuestra dieta, debe ser de un tipo concreto; si te toca estar del otro lado, me tiene que gustar tal o cual deporte, incluso algo tan transversal como la religión se está volviendo motivo de polarización. Si pensamos que todo es una decisión trascendental, de vida o muerte, de salvar o destruir el planeta, es insoportable, de una gravedad falsa además. Como sociedad, esta polarización excesiva que nos plantean algunos medios y políticos nos fragmenta más, nos roba espacios comunes de diálogo y construcción de consensos, nos afecta la capacidad de decidir cada uno por sí mismo cuáles son nuestras ideas, con independencia de su alineamiento a un lado u otro. ¿No puede haber alguien del otro lado con el que podamos conversar sin cagarnos a patadas? ¿No puede haber alguien del otro lado que sea buena onda como para intercambiar miradas y aprender de ellas?