Nunca tuvo los núme­ros. Y ella lo sabía. El plan era tan sim­ple como taimado. Había que alargar el show todo el tiempo que se podía. Algunos se dejaron embaucar cons­cientemente, otros cayeron en los lazos de la cazadora por su falta de experien­cia, pero todos unidos en la obsesión de pintar sus nom­bres en luminosas marque­sinas, auto engañados por el papel de “estrellas de pri­mera magnitud” como se decía en los gloriosos 60 y 70. Mas cuando se apaga­ron las luces de neón la rea­lidad les devolvió, como en un espejo, la disipada fugacidad de un rol pésimamente inter­pretado. Mientras el público abucheaba –había escasez de huevos y los tomates están caros– la directora de escena hizo mutis por el foro. Cayó el telón con mucha pena –para ellos– y sin ninguna gloria de la cual jactarse. Trata­rán, de seguro, volver con algún remake, pero el ridí­culo ya se ha instalado como castigo para los provocado­res de la paciencia de nuestra gente. Que es buena y noble, pero no cretina ni estúpida. Sabe separar el trigo de los yuyos. Sabe identificar per­fectamente a los que le ofre­cen circo como sustituto del pan. Conoce a quienes, con fingidos arrebatos de justicia, llevan agua para sus molinos en tanto el pueblo padece los rigores de la sequía.

Una obra exitosa empieza con un buen libreto. Cuida­dosamente redactado, con un argumento rebosante de maravillosa realidad –diría Alejo Carpentier–, con per­sonajes inesperados y de diferentes estructuras psi­cológicas y un final envuelto en el misterio de lo imprede­cible y una latente fatalidad. Así son los dramas y las tra­gedias. La comedia, en cam­bio –nos enseñan los manua­les de literatura– buscan entretener y provocar la risa del público, con sarcasmo inteligente, refinada ironía y enredos entretejidos con original ingenio. El telón cae sobre la felicidad de los acto­res principales, mientras los espectadores lloran profun­damente emocionados.

Después de la puesta en escena del último acto de la obra “Una hoguera para San­dra” en la Cámara de Dipu­tados, bajo la dirección de la legisladora –de alguna forma hay que llamarla– Kattya González, empezamos a sospechar lentamente que es cierta aquella expresión, que se volvió jocosa, de que el paraguayo y la paraguaya no dominan el mundo por pereza o, simplemente, por­que no nos proponemos. Sin embargo, aunque presencia­mos algo totalmente nuevo, la creatividad fue suplantada por la mediocridad y la ori­ginalidad por la bufonería, pues todo se redujo a remen­dar géneros teatrales, mez­clándolos con impío sacri­legio, hasta convertirlos en una suerte de Frankenstein de las farándulas.

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No era ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario, marca registrada de un incógnito secretario de aquellos tiem­pos en que algunos eran muy felices, pero que nadie quiere recordar.

Diseñaron el escenario para una tragedia griega. Con la solemnidad de una Antígona insumisa, la par­lamentaria por el Partido Encuentro Nacional pre­senta en la Cámara Baja su libelo acusatorio contra la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez. Sus adus­tos y mal aprendidos gestos de impostada indignación merecen un lugar de honor entre los Premios Razzies. Porque su decisiva deter­minación de inmolarse por sus convicciones –como la heroína de Sófocles– rápida­mente decae a la categoría de drama, para buscar un des­enlace menos radical. Y pronuncia, urbietorbi, su frase impregnada de codiciada inmortalidad, ante el delirio apoteósico de un público que solo permanece en su ima­ginación: “Los que no están conmigo están traicionando a la patria”. Cuando todo estaba perdido recurrieron a la comedia, como un agó­nico intento, para seguir en cartelera.

Pero el sarcasmo fue burdo, la ironía chabacana y los enredos tenían un cierre que ya todos sabían. Finalmente, hicieron tris por la puerta del fondo y a la izquierda.

Algunos diputados, ofus­cados, confesaron que ya no están dispuestos a ser los monos de los organille­ros, es decir, de la diputada y sus órganos mediáticos de reproducción irresponsa­ble. Decimos irresponsables, porque los fans de “El chico amarillo” no dudarán en negar, llegado el momento, la paternidad de sus engen­dros políticos. Así lo hicie­ron siempre y así lo seguirán haciendo.

Desde la dictadura de Stroessner hasta el famoso “per sécula seculórum”. Ante la inminente derrota optaron por la retirada. Los autoproclamados herederos del Aquidabán se perdieron en las espesas neblinas de la pusilánime huida. La patria, agradecida.

Tratarán, de seguro, volver con algún remake, pero el ridículo ya se ha instalado como castigo para los provocadores de la paciencia de nuestra gente.

Algunos diputados, ofuscados, confesaron que ya no están dispuestos a ser los monos de los organilleros, es decir, de la diputada y sus órganos mediáticos de reproducción irresponsable.

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