El autor de este relato recrea los hechos que rodearon a un mítico concierto que fue frustrado por el levantamiento militar que depuso al gobierno de Federico Chaves y allanó el camino del acceso al poder a Alfredo Stroessner.

  • Por Óscar Bogado
  • Fotos Gentileza

El jefe de la Policía estaba inusualmente inquieto. Debía ir a su despacho a firmar unos che­ques para el pago de los sala­rios del personal, ya ansioso por percibir sus haberes. Aun­que magros, por lo menos eran seguros en el ambiente de cri­sis que azotaba al país y que alentaba a muchos compatrio­tas a emprender ese otro exilio, el económico.

Roberto L. Petit estaba por cumplir cuatro meses en el cargo y, también, a punto de enfrentar una prueba de fuego. El presidente Federico Chaves lo había designado en ese puesto, siempre polémico y difícil, inapropiado para él, porque necesitaba contar con gente de confianza en ese sitio clave. Petit lo había aceptado con protestas y lo ejerció con estoicismo. Era joven y sen­tía que el futuro todavía estaba lejos.

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El frío acudió puntual ese mayo y con él, las calles del centro de la capital se llenaban de silencio apenas se extendía la oscuridad, salvo esa noche. La apertura de la cuarta tem­porada de la orquesta sinfó­nica de la Asociación de Músi­cos del Paraguay despertó el entusiasmo y la curiosidad de mucha gente en la Asunción de mitad del siglo pasado, privada de la riqueza cultural de otras ciudades más cosmopolitas.

Carlos Lara Bareiro regresó del Brasil a inicios de 1951. Fue a estudiar composición y dirección orquestal. Apenas llegó, se ocupó de la reactiva­ción de la orquesta de la asocia­ción, esta vez con una estruc­tura sinfónica y ya ese mismo año dio sus primeros concier­tos. En un país con las arcas públicas exhaustas no sería fácil impulsar un proyecto semejante.

Luego de haber agotado sin éxito varias instancias oficia­les, lejos de decepcionarse y abandonar el proyecto, lo llevó adelante con la asociación, que aglutinaba a muy buenos intérpretes.

AMBICIOSO PROGRAMA

La orquesta era una realidad y el día en el que transcurre esta historia se iniciaba una nueva temporada con la pre­sentación de un ambicioso pro­grama, dedicado al homenaje de la independencia del Para­guay, que incluía a la “Heroica”, la tercera sinfonía de Beetho­ven, la que había revolucionado la creación musical apenas ini­ciado el siglo de Napoleón y de Darwin, cerrando el periodo clásico. Como había senten­ciado el austriaco Joseph Haydn, “nada sería igual desde entonces”. Esta obra disruptiva fue la elegida para iniciar una nueva y difícil temporada de conciertos, en el mejor esce­nario de Asunción, el Teatro Municipal. El concierto se inició puntualmente. La pun­tualidad no tendría que ser algo destacable, pero en Para­guay es inusual. El concierto comenzó a las 21:15 cuando la orquesta hizo sonar, como gol­pes, los dos primeros acordes del primer movimiento de la “Heroica”, una pieza estruen­dosa que llenó el auditorio de entusiasmo y sorpresa.

Apenas comenzó el movi­miento inicial, con un cauti­vante allegro con brío, se escu­charon fuertes detonaciones y el traqueteo de metrallas en las espaldas de la orquesta. Parecía que estaban atacando el teatro. El maestro Lara Bareiro pensó que las detonaciones eran petardos lanzados por algún saboteador, pues el incipiente movimiento sinfónico para­guayo tenía sus detractores.

Por ello, trató de ignorarlos; pero en los énfasis que mar­caba en la ejecución de la sin­fonía se notaba su nerviosismo, era evidente que algo no andaba bien. Las distorsiones rítmi­cas y disonancias del primer movimiento quedaron en un segundo plano ante la persis­tencia de los evidentes dispa­ros. El público comenzó a salir. El concierto siguió, surreal, hasta los primeros compases de la segunda parte de la obra: “La marcha fúnebre”. Más de uno asoció la marcha con lo que se venía: otro episodio sangriento que arrastraría a inocentes y enlutaría hogares. Otros no repararon en ese detalle, solo querían salir de la sala.

UNA ALDEA

La ciudad de Asunción, en esa época, era un poco más que una aldea. Al ser pequeña, permitía a los vecinos cono­cerse, tratarse y, digámoslo también, controlarse. El cen­tro hacía honor a su nombre y reunía toda la actividad polí­tica, administrativa, comer­cial y hasta cultural y recrea­tiva de la comunidad e inclusive del país. Todo quedaba cerca.

Por eso no era raro que aquel martes en el bar Odeón, que estaba ubicado próximo al Teatro Municipal y en las inmediaciones del Cuartel Policial, se congregaran fun­cionarios del Gobierno, polí­ticos de diversas corrientes, bohemios, periodistas, músi­cos de la orquesta y hasta el jefe de Policía quien, haciendo un alto en su camino, pasó a saludar a sus amigos, habitual­mente reunidos en el bar.

Minutos antes del concierto, se incrementó la concurrencia en el Odeón. Entre copas y el humo que se espesaba, la función que estaba por comenzar era uno de los temas dominantes de la mesa más concurrida; era toda una proeza sostener una sinfó­nica y presentar un repertorio digno de cualquier escenario europeo y, lo mejor, incluyendo composiciones paraguayas.

Pero de lo que más se hablaba, sin duda, era de la situación política. El gobierno de Cha­ves se había deteriorado con la inercia normal del ejercicio del poder y la insatisfacción que genera no poder cumplir con todas las ambiciones como resolver los problemas de la recesión económica que pare­cía proverbial en el Paraguay.

Apenas iniciado el año se había dado un quiebre con importantes líderes del par­tido oficialista, encabezados por Epifanio Méndez Flei­tas, quienes, afianzados como estaban en el arte de la cons­piración, se embarcaron en ese puerto, buscando aliados entre los militares para tum­bar al gobierno, vicio que se había vuelto recurrente desde la posguerra del Chaco.

PUGNA

Lo que no sabían era que Alfredo Stroessner, en ejer­cicio de la Comandancia del Ejército, no se dejaría utili­zar, sino todo lo contrario. La pugna estaba entre dos secto­res, entre los partidarios de Chaves y los de Méndez Fleitas. Terminaría ganando un ter­cero, un militar hasta enton­ces subestimado.

Había malestar en los cuar­teles por ciertas movidas que se dieron en la víspera, bus­cando consolidar lealtades y prevenir insurrecciones. Una de las reglas no escritas del manejo del poder era que todo gobierno debía contar con la adhesión de la Caballería para sostenerse; lo mismo se apli­caba para quienes pretendan derrocarlo.

En esa inteligencia, el presi­dente Chaves tenía en Campo Grande a uno de sus principa­les aliados, el coronel Néstor Ferreira.

También había fortalecido a la Policía, dotándole de arma­mento bélico para tener mayor resguardo, bajo la conducción de uno de sus hombres más confiables e íntegros. Lo cierto es que, aun con estas precau­ciones, se avecinaba un golpe de Estado.

Petit restó importancia a los rumores. Sin embargo, su intranquilidad evidenciaba una preocupación incómoda. Sus compañeros de mesa vol­vieron a insistirle en que deje la Comandancia de la Policía, que aquello no era para él, que se estaba postergando; aun­que más de uno destacó que era mejor tenerlo ahí, en ese estamento, con su rectitud y civismo, y no a otro, que no dudaría en reprimir a cual­quier ciudadano por motivos fundados o no, como ocurría antes y se repetiría después.

MOVIDAS

Ingenuamente, el coronel Nés­tor Ferreira se presentó ante Stroessner, en la comandan­cia del Ejército. Le debía una explicación sobre las movidas de la víspera que afectaron al mayor Virgilio Candia, parti­dario suyo. Y lo que es peor, le advirtió que, si él no regresaba a su división antes de las diez de la noche, la Caballería tenía instrucciones de movilizarse. Por supuesto, ante estos condi­cionantes, Stroessner no dudó en apresar a Ferreira y acele­rar el alzamiento militar que ya tenía resuelto ejecutar.

La insurrección se inició cerca de las veintiún horas del 4 de mayo de 1954, cuando el Bata­llón 40, un cuerpo de élite del Ejército, atacó el Cuartel de Policía, bajo la conducción del teniente coronel Mario Ortega. Un centenar de soldados se apostó sobre la calle El Para­guayo Independiente, frente a la Policía, y otros más la rodea­ron, desplegándose por la calle Nuestra Señora de la Asunción. La Caballería, acéfala en esas horas decisivas, dudó en entrar en combate y perdió la mano.

Los enfrentamientos se die­ron exclusivamente en el cen­tro de la capital, especialmente en los alrededores del Cuar­tel de Policía, es decir, en las adyacencias del Teatro Muni­cipal, justo cuando el primer movimiento de la “Heroica” estaba atrapando la atención del público que colmaba la sala, arrancándole al direc­tor de la orquesta del éxtasis al que lo había llevado la inten­sidad creativa de Beethoven y lo anhelado de ese momento, del sabor especial que confie­ren los logros antecedidos por incontables dificultades. Aun con la confusión reinante, el maestro Carlos Lara Bareiro quiso seguir con el espectáculo y dispuso que la orquesta ini­cie “La marcha fúnebre”, hasta que el griterío y la irrupción de los militares los obligó a inte­rrumpir el concierto y abando­nar el teatro.

Simultáneamente, en uno de los pasillos del cuartel, Roberto L. Petit era alcan­zado por una de las balas ene­migas y, aunque fue auxiliado por sus atacantes por orden del comandante del Batallón 40, quien así lo dispuso apenas se enteró del hecho, llegó al hos­pital ya sin vida.

Las circunstancias que rodea­ron a la muerte de Petit, una herida pequeña, el vehículo que se averió en el camino, el tiempo perdido y la falta de cuidados de emergencia en el trayecto le confieren a este episodio un tono aún más trá­gico. Con frecuencia, en las insurrecciones se omiten los recaudos de primeros auxi­lios y, en más de una ocasión, se han lamentado víctimas que podían salvarse. Este fue uno de esos casos. Se puede con­cluir, no obstante, que el des­tino se empeñó en cumplir sus designios sin que la acción humana pudiera impedirlo.

PRONTA DERROTA

Las fuerzas gubernistas no tardaron en ser derrotadas, algunos combatientes lea­les huyeron hacia los bajos del antiguo Cabildo; otros se dispersaron por las inme­diaciones. Una veintena de bajas quedó como saldo de los enfrentamientos. Poco se sabe de estos muertos casi anóni­mos. El presidente Chaves estaba detenido en el Cole­gio Militar, donde fue a bus­car refugio. La suerte estaba echada y todo había acabado para él.

El maestro Lara Bareiro, lejos de huir o guarecerse, deam­buló por el centro, donde toda­vía se daban algunos enfren­tamientos. Parecía en otra dimensión. Decepcionado por no poder concluir el concierto al que tanto tiempo y esfuerzo dedicó, el futuro de la orquesta se volvía aún más incierto.

Entendía perfectamente quiénes estaban detrás del golpe y lo que podía esperar de ellos. Caminaba sin rumbo aparente mientras daba rienda suelta a sus ideas, invi­sible ante los retenes que fue­ron improvisándose. Todavía persistían algunos disparos, cada vez más lejanos. Miró las paredes carcomidas por la furia de los proyectiles sedi­ciosos, pero no pudo iden­tificar si esos rastros eran recientes o formaban parte de las huellas de rebeliones anteriores.

De repente se sobresaltó y volvió al presente al encon­trar en la intersección de las calles 25 de Mayo y Yegros el Ford Mercury de Roberto L. Petit, averiado por algún disparo que alcanzó el motor, abandonado con rastros de sangre. El resto de la historia pudo construirla sin mayor esfuerzo. Adivinó la muerte que muchos quisieron evitar y tantos lo lamentarían. El país perdía un buen hombre, un hombre decente. El frus­trado director de orquesta miró al cielo y dijo: “Esto no es el fin, Roberto, es apenas el comienzo”.

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