Óscar Lovera Vera, periodista

Para los investigadores, los hermanos Sarabia eran los primeros que podían explicar todo lo que sucedió en la casa del ingeniero forestal Johan Maxilian y la finalidad de su violento asesinato, así como cuál fue la participación de la viuda y los policías. Pero algo terminó por derrumbar la investigación.

Adalberto, Ramón y Nelson, los hermanos Sarabia, se mostraban incorruptibles pese a toda la evidencia que encontraron en la casa. Por eso los investigadores necesitaron separarlos y que no tengan vínculos que consumen coartadas desde ese momento.

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Los esposaron y cada uno fue escoltado por un policía diferente hasta una patrullera distinta para evitar que conversaran entre sí y se pusieran de acuerdo en la versión de los hechos. Necesitaban creer que aún estaban a tiempo de extraer en puridad algunas piezas de aquel evento del 14 de agosto. Las esperanzas en los policías seguían en pequeñas porciones, pero estaban presentes.

EL OLFATO

Los hermanos llegaron a la comisaría de la ciudad de Caacupé e inmediatamente detrás de ellos los periodistas como si tuvieran un olor en particular que solo ellos pudieran olfatear.

Entre aquellos comunicadores estaba uno con condición particular, con bastante experiencia en remover palabras como un tirabuzón de aquellos que sin importar la cosecha lograría extraer el corcho con solo unas vueltas de su ya conocida charla suave, empática y hasta estratégica conversación que llevaba con sus entrevistados. Rolando Rodi, por entonces un joven treintañero, moreno, de mediana estatura, ya llevaba bastante tiempo en el periodismo policial televisivo y su enamoramiento por el género hacía que su tenacidad esté bien afinada al punto de que solo bastaba con observar a la persona, hablar unas palabras con él antes de encender la cámara y luego lo conducía a un reconocimiento superlativo de la verdad. Se había ganado esa distinción entre los jefes policiales, tanto que una vez que llegaba a las estaciones policiales bastaba abrirle paso porque sabían que él podría obtener algo de información e incluso más que ellos.

-Sí, tenemo miedo, nosotro somo amenazado –dijo Adalberto Sanabria mientras fijaba su mirada en Rolando.

-¿Son inocentes? –consultó el periodista acto seguido sin dejarle pensar mucho.

-Somo inocente –respondió rápidamente Adalberto. Aquello parecía más una trivia de preguntas rápidas.

-¿Y de qué forma se les amenaza, se les va a matar? Nosotros queremos saber nada más –arremetió con otra rápida pregunta Rolando. Mientras, Adalberto mostraba signos de nerviosismo frotándose las pantorrillas.

-Nosotros no tenemos antecedentes penales, nada. No tenemos nada que ver con este caso –dijo Adalberto evitando la respuesta a aquella pregunta.

Luego de aquella primera parte de la entrevista, Rolando fue hasta el jefe de la comisaría y le transmitió el mensaje de Adalberto. Tuvo que admitir su conocimiento en ello, pero no la responsabilidad en las amenazas, sino el total desconocimiento de su origen, dejando una línea implícita que no tenían ninguna relación con aquello.

Algo más estaba sucediendo y la policía lo escondía. El tufo era fuerte y para Rolando el aroma era perceptible a kilómetros. Sabía de la complicidad de policías en el crimen de Johan Maximilian y sospechaba de todos. Pese a su buena relación con algunos jefes policiales, ese era el momento para dudar de todos. Desconfiar de cada uno, ya que podrían querer salvar el uniforme y él no lo iba a permitir. Si alguien estaba comprometido, lo haría saber.

Rolando continuó con su entrevista. Esta vez fue junto con Nelson.

-¿Hace cuánto le conocen a Willian? –preguntó Rodi.

-Hace rato que se mudó él, no sé en qué tiempo exactamente, pero hace tiempo –contestó rápidamente Nelson.

-Pero ¿ustedes hablaban con él? –insistió Rolando.

-No –fue la respuesta corta y determinante de Nelson.

-¿Y cómo aparece en el extracto de llamadas el número de ustedes y el de Willian?, ¿él les llamaba a ustedes? –fue el as oculto bajo la manga de Rolando y esperó todo ese momento para exhibirlo. Ahora solo quedaba esperar la respuesta.

El rostro de Nelson parecía confundido como si hubiera pasado por un embudo donde todo se estrujó para ganar espacio. A uno lo llevaba a pensar que intentaba maquinar qué respuesta inteligente, no comprometedora, podía dar a algo tan técnico como eso. Parpadeó dos veces y escuchó que Adalberto le arrojó un salvavidas enorme a las aguas del océano profundo que se lo estaba devorando.

-¡El abogado…! Y luego balbucea. Adalberto liberó pronto el auxilio.

-El abogado está manejando todo eso –repitió Nelson robóticamente. Parpadeando de nuevo, solo que esta vez de alivio, viendo cómo lograba oxigenar sus pulmones gracias a la ayuda que su hermano le brindó.

-Nosotros somos inocentes, no confiamos en las autoridades. Somos inocentes –fue lo siguiente que dijo Nelson después de su momento de respiro.

-¿Y en las autoridades por qué no confían? –preguntó de nuevo Rolando.

-Solo confiamos en Dios y la Virgen… –arremetió Nelson con cierto tono de disgusto, como algo enojado, pero no con las preguntas, sino intentando demostrar que el sistema los tenía a él y sus hermanos injustamente arrestados en una dependencia policiaca.

Adalberto balbuceó como pidiendo la atención al periodista. Este lo miró y dirigió su micrófono hacia él.

-Yo confío en Dios y la Virgen y quiero que se haga justicia…

-¿Vos querés que se intervenga desde Asunción? –preguntó Rolando.

-Sí, desde Asunción, por favor… Nosotros acá llegamos como detenidos nomás, pero si algo nos llega a pasar es porque la Fiscalía está metida. Yo quiero por eso una seguridad para mí –dijo Adalberto mirando fijamente, sin bajar los párpados, algo intimidante, pero no para Rolando, que en ese momento creyó suficiente y dio por cerrada la entrevista.

Los hermanos exigían que investigadores de la capital tomen el caso por la falta de confianza que había en la policía local, algo que solo los altos mandos de la misma institución podían determinar en caso de corrupción.

Dejaban ver que esta no era la ocasión, no al menos con los investigadores. Las dudas estaban centradas sobre dos agentes que se desviaron del camino y no había forma de probar, al menos en ese momento, si alguien de las filas activas los estaba protegiendo.

El tiempo detrás de los barrotes pasó para los hermanos Sarabia, pero no por más de un mes después de aquella detención a días del crimen. Con una notable falta de argumentos para vincularlos al caso, la fiscal Liz Marie Recalde ordenó que los soltaran. Nunca obtuvo más pruebas para sostener la participación directa de los hermanos y, aunque las armas de colección de Johan fueran testigos inertes de ello, su libertad estuvo en poco tiempo.

La investigación de Recalde fue estéril, sin fundamentos, y todo volvía al punto de inicio.

UN NUEVO RASTRO

No todo estaba en foja cero. La policía se esforzaba en encontrar algo que los devuelva al juego, aquel que los colocara nuevamente detrás de los autores del crimen. Aunque el sinsabor de la libertad de los hermanos Sarabia continuaba.

Una nueva pista surgiría, una que no se detuvieron a estudiar debido a que buscaban algo más ostentoso como aquel campamento. Un rastro de sangre que se extendía desde la parte posterior de la casa y se internaba en el descampado, en orientación al campamento. Ahí todo tuvo sentido para los investigadores de la brigada central.

Las telas manchadas con sangre y las heridas defensivas que tenía Johan. Eso sin dejar de lado aquellos impactos de proyectiles que tenía por encima de la rodilla derecha, abdomen y hombro derecho. Todo les hacía suponer que el alemán caminaba en dirección a sus atacantes disparando con tenacidad su escopeta, una resistencia a la muerte y al atraco de su propiedad.

¿Pero a dónde conducirá este rastro? Aquello por sentido común no era lo suficiente para establecer un verdadero rastro, pero significaba mucho para confirmar la teoría que buscaban. Alguien estaba herido y debían buscar ambos elementos en la ciudad bajo aquel viejo dicho “pueblo chico, infierno grande”. En esto la policía era buena, en esa ley un elemento era fundamental, el rumor.

Para que tenga el efecto que se desea, había que soltar una información, como un virus, infectar la zona con un dato que tenga el sesgo deseado con la intención de obtener una respuesta real y no falsa. Aquel sesgo sería: “¿Alguien conoce a un mecánico o chapista que pueda reparar tapizados manchados con sangre de animal?”. El cebo estaba puesto, ahora solo era cuestión de tiempo…

Continuará…


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