Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

“Yo quisiera olvidarte / Me es imposible / Mi bien, mi bien / Tu imagen me persigue / Tuya es mi vida / Mi amor también…”. La peña de Valderrama desbordaba aquella noche cuando una de las zambas más hermosas del cancionero argentino comenzó a entonar una multitud. “Yo quisiera tenerte / a mi lado todo el día / De mis ocultos amores / Paloma, te contaría / Pero es inútil mi anhelo / Jamás, Jamás / Vivo solo para amarte / Callado y triste / Llorar, llorar…”.

A pasos de la mesa donde me encontraba, una pareja comenzó a bailar. El pañuelo del hombre la envolvió a ella cortejándola. La mujer solo suspiraba y lo miraba mirándose en sus ojos. Se hizo una rueda en torno de aquellos enamorados de aquel amor que bailaban. Al momento de aplaudir y aplaudirlos, percibí que un parroquiano, como abstraído, bebía un vino parsimonioso. ¿Dónde estarán sus recuerdos? Yo también estaba solo entre esa multitud. ¿De quiénes hablará esa zamba? Apuré un trago de tinto. Amores, tragedias, violencias, con frecuencia, son elementos constitutivos de la cultura popular en todas sus formas.

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Desde siempre. Al punto, casi, de imaginar que se trata de una constante o algo parecido. Tango y folclore, con frecuencia, dan cuenta en sus letras de dramas sociales profundos. Coinciden. Eso pensé aquella noche en Salta, noroeste de Argentina, unos 1.050 km al oeste de mi querida Asunción, mientras cantábamos en Valderrama “La López Pereyra”. A tres mesas escuché que un parroquiano, entre vino y vino, contó que, en 1901, el autor de esa obra folclórica tradicional, Artidorio Cresseri –salteño, vendedor de cueros y afinador de pianos– dedicó esa composición musical, sin letra ni título, a un juez al que conoció y frecuentó amistosamente cuando ambos compartían correrías nocturnas en la capital provincial. El relato de aquel notable contador de historias me atrapó.

Artidorio Cresseri: “A partir de este momento, como obsequio en el día de su cumpleaños, la chilenita de mi autoría, en su honor, llevará el título de ‘La chilena del doctor Carlos López Pereyra’”.

“TODOS SON POETAS”

Con una jarra de buen tinto y dos vasos me acerqué a la mesa que ocupaba. “¿Puedo sentarme?”, consulté respetuosamente. Asintió. “El Cresseri era un salteño nochero. Rara vez amanecía en su casa. Se acostaba cuando el sol se esforzaba para superar la ladera de los montes”. Alguien me dijo algún día que no recuerdo con precisión que “en Salta, todos son poetas y creen hablar como poetas”. Continuó: “Don Artidorio, cada una de sus noches bohemias, las ocupaba para deleitar con el piano a noctámbulos y noctámbulas de las familias acomodadas de la provincia”.

Cada palabra parecía elegirla con tanto cuidado como el que se tiene cuando con tinta china se escribe sobre papel sedoso en letra gótica. Hacía pausas. Saludaba a conocidos y conocidas que pasaban. Y con cada cantor que entonaba hacía un pequeño silencio como para valorizar sus aptitudes y decidir si continuaba o aguardaba para aplaudirlo con fuerza.

“Cresseri, el animador de las fiestas de los ricos, comenzó a ser conocido por su repertorio finamente seleccionado. Pero, especialmente, quienes contrataban sus servicios le pedían que cerrara cada presentación interpretando aquella composición a la que él llamaba ‘la chilenita’”.

TRAGEDIA Y ABSOLUCIÓN

El pianista trabó una fuerte amistad con un periodista y abogado al que todos llamaban don Carlos. Un hombre “muy léido (sic), que hablaba como un profesor”. Juntos, estiraban la noche sin apuros ni urgencias. Pese a que dejaron de frecuentarse, Cresseri estaba atrapado por la nocturnidad. “Así fue que llegó una madrugada a la casa donde convivía con una mujer cuyo nombre nunca nadie pudo recordar. Procuró no hacer ruido para no molestarla. La creyó dormida, pero estaba despierta. Lo esperaba. Lo increpó y regañó por las cada vez más frecuentes trasnochadas. Lo amenazó con dejarlo. La discusión escaló en intensidad.

El griterío perturbó al vecindario. “De pronto, la voz de la mujer fue la más fuerte. ‘Basta, carajo’”, impetró Cresseri. Se escucharon ayes de dolor y de inmediato nuevamente el silencio ganó protagonismo. Un par de horas más tarde, el pianista caminó como perdido y se presentó a la policía. “Maté a mi mujer”, dijo en el borde del llanto. Quedó detenido. Sabía que lo esperaba la perpetua. Pasaron varios meses. La justicia tiene sus tiempos. Para sorpresa de Cresseri y de Salta toda, recuperó la libertad. El juez determinó que mató en estado de “emoción violenta”. Quien lo había juzgado (¿con justicia?) fue Carlos López Pereyra, aquel viejo amigo en, y de, la nocturnidad que los unía. El que le pedía que interpretara “la chilenita”. Enmudecí. Cuando creí que aquel relato había finalizado, aquel historiador barrial prosiguió: “Cresseri volvió a lo de antes para ganarse el pan al salir de la cárcel. Animaba fiestas con gentes de alta alcurnia. Una de aquellas reuniones, justamente, fue para celebrar el cumpleaños de aquel juez que encontró la forma para liberar a su amigo de cientos de trasnoches y dejar impune el asesinato de aquella mujer. Los salones de un suntuoso hotel capitalino desbordaban de alegría. Por prudencia, el pianista Cresseri no se acercó al magistrado cumpleañero. Sin embargo, antes de cerrar su presentación en aquella velada, no pudo contenerse. Se puso de pie junto al piano y, con solemnidad, anunció: ‘Amigo doctor don Carlos López Pereyra, hoy en el día de su cumpleaños, quiero hacerle un obsequio. A partir de este momento, la chilenita de mi autoría que a usted tanto le gusta llevará en su honor el título de ‘La chilena del doctor Carlos López Pereyra’”. Sus palabras fueron coronadas con aplauso y ovación. “Nadie recordó a la asesinada. Su almita en pena sigue sin descansar en paz”, dijo el parroquiano con sus ojos fijos en algún lugar.

Andrés Chazarreta le puso letra a “La López Pereyra”.

“AL DIOS PIADOSO, RESIGNACIÓN”

Se puso de pie. Agradeció los vinos, la compañía y se despidió. Increíble. Los tres días siguientes que permanecí en Salta consulté sobre aquella historia con varias personas que confirmaron la tragedia impune. Solo hubo discrepancias cuando algunos aseguraban que “la mató de un tiro en el pecho” u otros que sostenían que “le dio varias puñaladas”. Con el tiempo, un músico de Santiago del Estero, Andrés Chazarreta, quien seguramente conocía la historia criminal de Cresseri, poetizó la impunidad. Le puso la letra que se canta hasta hoy a “la chilenita”. Suena a ruego o a contrición. “Un día de mañanita / Al cielo azul miré, miré / Contemplando las estrellas / A la más bella le pregunté / si ella era la que alumbraba / Mi amor, mi amor / Para pedir por ella / Al Dios piadoso, resignación / Para pedir por ella / al Dios piadoso, resignación”. Las historias trágicas que se cuentan en peñas, fogones y sobremesas trasnochadas son atrapantes. La de Cresseri llegó después de una semana de estar enganchado con el recuerdo del amigo-hermano Horacio Guarany, “El Potro” y su Templo del Vino.

MEMORIAS DEL “TEMPLO DEL VINO”

Pasó medio siglo desde aquellos tiempos en que comenzamos a conocernos con Eraclio Catalín Rodríguez Cereijo, como lo llamaron el criollo José Rodríguez, su papá y la española leonesa Feliciana Cereijo, su mamá. Con treinta años más que yo, escuchar de su boca historias que aún hoy me parecen increíbles era como transitar un mundo onírico que nunca soñé. Alguna larga madrugada pensamos en fundar una materia donde calentar los amaneceres porteños con variedades de mates. “El mate con gotitas de ginebra, en los inviernos, reconforta”, decía Horacio con picardía. “También podemos explicar otras variantes. El mate con azúcar quemado con una brasita para que el caramelo quede en el fondo y el dulzor permanezca hasta que se vacíe la pava”, agregaba incontenible porque, Horacio, soñaba en voz alta entrecerrando los ojos.

Era el tiempo en que vivía en el barrio porteño de Coghlan, cerca de la estación del ferrocarril Mitre, entre las barriadas de Belgrano y Urquiza, mucho antes de residir en Plumas Verdes, el pueblo bonaerense de Luján al que así llamó “porque queda en la c… de la lora”. Aquella, su casa, cuando casi la séptima década del siglo 20, estaba en la calle Ugarte entre Rómulo S. Naón y Estomba. Cerca de allí vivía mi también amigo-hermano desde bastante antes, Santiago Julio Novoa Quintana, El Chago, otro artista de alto vuelo para soñar y crear. Eran tiempos increíbles. Tristezas, tragedias, alegrías, sueños, amores, fracasos, persecuciones, desapariciones forzadas, silencios, música, represiones, broncas, guitarreadas. El periodismo era, por entonces, más que un oficio una ilusión de poder hacerlo. Un aprendizaje. En el Templo del Vino fue donde conocí a José Froilán González y a Juan Manuel Fangio.

Con Froilán mantuvimos la amistad por décadas. Pero también llegaban hasta allí los grandes de la cultura popular. Especialmente del tango y del folclore, aunque también –más de una vez inesperadamente– las y los del cine y del teatro. Edmundo Rivero. Los Chalchaleros, Beba Bidart, Jorge Cafrune –asesinado por la banda terrorista paraestatal de ultraderecha Triple A– Alberto Olmedo, Graciela Borges, eran algunos y algunas de los que frecuentaban ese punto de encuentro donde aplacar la sed y construir amistad. Sentarme junto con ellas y ellos, dialogar con las reglas del tuteo cuando el usted era una especie de frontera inexpugnable, no era cosa de todos los días. Después de buenos asados, bien regados con el vino tinto que fluía de las canillas de aquella vieja casona, siempre emergían la música, el canto y las historias. Así aprendí que “calentar las gargantas” es parte sustancial de lo vincular. Ecualizar es otra cosa.

LAS PEÑAS EN EL RECUERDO

Desde los 60, en el siglo pasado, las peñas para cantar y bailar zambas y chacareras en Buenos Aires era una práctica social deliciosa. Por allí transhuman mis pensamientos en esta noche de viernes nostalgiosa. La noche es muy fría lejos de los leños crepitantes. La vieja mecedora también aporta para recodar. El copón, colmado con un Gran Enemigo Gualtallary Single Vineyard 2017, agrega valor a los recuerdos. Como lo aprendí alguna vez en el Templo del Vino, el contenido de la botella que se entibió cerca del hogar tiene un toque de canela molida. Sabor soñado, aunque quienes del vino hacen culto me repudien. El querido Polo Román, bombisto de Los Chalchaleros y enorme contador de historias, que dos años atrás partió dejándonos con una sensación de vacío a quienes disfrutábamos de su amistad, algunos años atrás recordó –vaya a saber por qué– una larga sobremesa allá en Coghlan. “¿Te acordás, chango?”, preguntó en rueda de amigos en Vía Appia, un entrañable restó-bar marplatense justo en la esquina de las avenidas Tejedor y Constitución cerca de un mediodía sabatino.

“¿Cómo olvidar aquel momento, Polo?”, respondí y apunté: “Creo que cantamos ‘Mi luna cautiva’”. El Polo sonrió y, para quienes lo escuchaban con atención, recordó que “el que arrancó fue El Turco Cafrune”. Con desmesura y desvergüenza –en algunos casos– lo secundamos. “De nuevo estoy de vuelta, después de larga ausencia / Igual que la calandria que azota el vendaval / Y traigo mil canciones como leñita seca / Recuerdos de fogones que invitan a matear / Y traigo mil canciones como leñita seca / Recuerdos de fogones que invitan a matear...”. Recordar aquello nos llevó lejos de la mesa que ocupábamos. Román no se detuvo. Recordar, finalmente, como sostenía el siempre presente y querido Eduardo Galeano, “es volver a pasar por el corazón”.

“DESPUÉS DE LARGA AUSENCIA”

Aquella noche lejana, El Potro contó que esa bella zamba la compuso el “Chango Rodríguez cuando estaba en cana por matar a su compadre de dos tiros por una discusión menor”. El 11 de diciembre de 1963, ocurrió la tragedia. José Ignacio Rodríguez, El Chango, cantautor, fue condenado a 12 años de prisión. Las rejas, sin embargo, no fueron suficientes para contener sus creaciones. El guitarrero poetizó sus sentimientos en la Cárcel de Encausados de Córdoba. Algunos dicen que escribió más de 500 temas. Exageran. El Chango los desmiente y asegura que solo “fueron más de 60″. El encierro duró casi cinco años. Lidia Haydée Margarita Bay, la Gringa, docente, su musa inspiradora, era su novia. Lo visitó cada uno de los días en que estuvo encarcelado. Los mediodías llegaba a la prisión con la vianda. Un beso al llegar y otro al partir.

El Chango, siempre en la celda, escribía en cada despedida y punteaba con la guitarra, inseparable compañera. “Tu amor es una estrella con cuerdas de guitarra / Una luz que me alumbra en mi oscuridad / Acércate a la reja, sos la dueña de mi alma / Sos mi luna cautiva que me besa y se va / Acércate a la reja, sos la dueña de mi alma / Sos mi luna cautiva que me besa y se va…”. El 8 de enero de 1965, se casaron en la cárcel. Él vistió un frac negro con moño. Ella, un vestido floreado. El regalo de bodas de un preso fue una sencilla jaulita con un pájaro que, como el que regaló y el agasajado, estaba entre rejas. La Gringa trabajó duramente para que El Chango fuera excarcelado. Esa libertad era una demanda social cordobesa. Se juntaron firmas. Hasta la mítica Tita Merello firmó. Guarany reveló aquella noche en el Templo del Vino que “lo visité con mi guitarra en 1967 y, con la reja entre nosotros, canté ‘Luna cautiva’ para homenajearlo”. La incorporó a su repertorio y fue el primero en cantarla en público. Solidaridad entre artistas populares. En 1968, el 11 de setiembre, fue indultado y excarcelado. Siete años después el Chango murió, el 7 de octubre de 1975.

La Gringa, aquella mujer que puso todo su empeño y amor para conseguir su libertad, lo sobrevivió largamente. Falleció el 3 de enero del 2008. “El nuestro fue un amor muy profundo. Hermoso. Ni la cárcel ni la muerte pudieron separarnos”, me dijo muchos años atrás cuando la entrevisté en Córdoba. Cresseri y El Chango Rodríguez, dos historias inciertas y trágicas de amor, muertes, encarcelamientos e impunidad. Pulsiones de vida. Pulsiones de muerte.

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