La extraña muerte de una joven en Loma Pytã desconcertó a la Policía y aún más a sus familiares. Las semanas de la investigación transcurrían estériles, sin muchos detalles para la Policía. Una pista pondría a un insistente jefe de Homicidios en el camino correcto.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

–Katy, mi hija, si esos mucha­chos te siguen molestando tenés que dejar de ir a trabajar a la cabina telefónica. Son varias horas las que estás ahí y sola. Me preocupa che rajy (mi hija) …

El papá de Katy intuía el peli­gro en la vida de su hija, pero tampoco quería sugestio­narse con una paranoia errá­tica. Impregnarse de obstácu­los que impidan permitirle a su hija cumplir sus sueños.

Su hija tenía 21 años, y el anhelo más fuerte que operaba como motor de su felicidad era via­jar, superar las fronteras. Estu­diaba inglés y trabajaba mucho para pagárselo. Quería estu­diar más allá del mar, y ayudar a sus padres a tener una mejor vida. ¿Cómo limitarle ello? Se preguntaba César –su padre-recriminándose los celos que sentía hacia el mundo, aunque sentía que algo ponía en riesgo, él entendía que ese era el camino que su pequeña escogió.

Ese sentimiento contradicto­rio de alguna manera lo cal­maba. Tuvo un pasado igual, difícil. El hombre sabía por lo que pasó cuando era joven, nada le fue sencillo, y aun así logró salir adelante y formar su familia, la mantiene con sacrificio. Quería inculcarle lo mismo a su niña.

Las diez de la mañana del mar­tes 30 de noviembre del 2010. El teléfono de Katy habría reci­bido una veintena de llamadas de su madre, y continuaba sin responder. La ausencia de res­puesta, de alguna muestra de su presencia mortificaba a toda la familia.

Su madre no soportó un segundo más de angustia e incorporándose de pie tras horas de llevar sentada junto al teléfono a disco, buscó su cartera y se dirigió hasta la cabina donde trabajaba Katy doce horas al día.

De nuevo estaba ahí pre­sente, esa extraña sensación que la perturbaba. La misma que provocó zozobra en su marido unas horas antes. Pre­firió caminar, la impaciencia la estaba por consumir. Desde la casa al trabajo de su hija eran solo unas cuadras hasta llegar a la ruta Transchaco y Wal­dino Ramón Lovera, en la ciu­dad de Loma Pytã. El sudor se deslizaba impetuoso desde la sien, surcando cada marca de pesadumbre en su rostro. En sus ojos centellantes sus pupi­las se dilataron, perdiéndose en el quebrado mar de sangre que coparon su alrededor. Su pulsación se aceleró al punto de convulsionar, se ahogaba sin sentido. No vio mucho, pero era suficiente. A través del vidrio templado del local observó en la parte baja del mostrador los pies de su hija. No tenían movi­miento. Había desorden, algo malo ocurrió y ella presentía lo peor. Se echó a llorar sin con­suelo y los vecinos de la vereda preguntaron qué ocurrió, ella solo atinó a decir con agudo gemido ¡mi hija, mi hija..! Ellos entendieron la escena al dar cré­dito con la mirada lo que ocul­taba el local.

María, exhaló una bocanada de aire. Trató de relajar sus ner­vios y recuperar la voz. Marcó a la Policía y pidió que la asistan. El local estaba cerrado.

El patrullero se estacionó en frente, las luces rebotaban en el cristal del negocio. Un agente bajó con una plancheta en la mano y con la mirada firme en la mujer que se lamentaba frente a ella.

– ¿Señora, usted nos llamó?

– Sí, oficial. Soy María, la mamá de Katy Ybarra Lungkiz. Ayer debió salir a las ocho de la noche de aquí para volver a la casa, pero no fue así. Y mire usted mismo, ¿ve lo que está al pie del mostrador? Dijo la mujer al policía, apuntando al interior de ese local, luego nuevamente se quebró en llanto.

Al policía se sumaron dos más, y luego de obtener una llave extra entraron al salón. Solo unos pasos bastaron para confirmar que el cuerpo de una mujer estaba oculto tras el mobiliario. La cabeza estaba cubierta con una bolsa plástica, lo cubría hasta el cuello. En ese extremo el asesino se encargó de sellar con una cinta adhe­siva. La asfixió por completo. La Policía también comprobó lo que María le indicó por telé­fono. La escena estaba alte­rada, como si se tratara de un robo. De hecho, faltaban cosas, los teléfonos de Katy, y los que usaba para vender saldo de llamadas a sus clientes. Pero, ¿quién ingresaría a robar, mataría de esa forma y luego cerraría con llave? Se preguntó uno de los patrulleros, el lugar más bien revelaba una escena montada, una coartada. Pero necesitaban una precisión al respecto. Llamaron al fiscal de turno, existía un indicio más que a los agentes llamó la aten­ción, Katy estaba con el torso descubierto y el pantalón de jeans desabrochado.

El forense se sumó a la escena, y no era propicia para un estudio complejo. Pidió que llevaran el cuerpo a la morgue. María observaba cómo su vida era arrancada de un jalón, cubierta con una sábana blanca y puesta a rodar en una fría camilla de hospital. Asesinaron brutal­mente a su hija, la soñadora que deseaba viajar para sobresalir.

UNA MUERTE MISTERIOSA

El custodio de la vieja morgue del barrio Sajonia hacía un lado el portón metálico para dar paso a la ambulancia. El cuerpo de Katy debía ser examinado por el médico para determinar algunas sospechas de la Policía. La camilla azotaba el suelo a su paso, y detrás de ella los dos hom­bres de la funeraria dejaron aba­nicando la puerta del instituto.

– Colóquenla por aquí, señaló el forense a los dos camille­ros. Mientras él se colocaba los guantes de látex y sus ayudan­tes prepararon la instrumenta­ción quirúrgica. Lo que siguió a eso fueron horas, el paso del tiempo determinaría un estudio exhaustivo de aquella muerte misteriosa.

– Bueno fiscal, esto es lo que encontramos. El abuso sexual podemos descartar. No hay ras­tros de violencia en ese sentido. La causa de la muerte es asfixia mecánica por sofocación.

– Explíquese doctor, por favor. Interrumpió el investigador.

– Como no, esta variante de asfi­xia mecánica se define como el impedimento a la entrada de aire a las vías respiratorias oca­sionado por un taponamiento de las mismas. En el caso de Katy, se produjo a causa de la oclusión de los orificios respiratorios, en medicina se llama: anoxia anóxica. Simplificando –fiscal– puedo decirle que, al no produ­cirse suficiente hemoglobina, disminuye el oxígeno o –dicho de otra forma– al no llegar el aire a los alveolos pulmonares, por estar tapados los orificios nasales y de la boca, la persona se asfixia. Tam­bién se lo llama amordazamiento.

– Esto tiene sentido doctor, ya que la cabeza de la chica fue introdu­cida en una bolsa de polietileno y –literalmente– embalada con cinta ancha, de las adhesivas.

– Ah, esto también le servirá, encontramos lesiones en la muñeca derecha. Estaba dislo­cada, moretones y rasguños en los brazos. Ella tenía heridas defensi­vas, y fue tenaz la pelea que tuvo con su asesino.

UN NOMBRE, UNA PISTA

– Comisario Jorge Ortega, jefe de Homicidios, ¿existe algún avance en la investigación de Katy? Interpelaba un incisivo periodista en la oficina del Depar­tamento de Investigaciones. En el calendario cruzaron treinta días sin mucho avance, pese a que manejaban una pista y un nom­bre. Pero nada más.

Katy hizo una carga de saldo a las 19:50 minutos, poco antes de cerrar el local. El número fue verificado y lograron identi­ficar a nombre de quién estaba la línea telefónica. Encima del escritorio de madera laminada, un expediente escrito a com­putadora decía: Iván Antonio Ferreira Mareco, sobre homi­cidio doloso. Tenían a su sospe­choso, pero a nada más. Ortega subió el volumen luego de des­pedir al periodista. Era el padre de Katy hablando en el noticiero.

– Por favor, a vos te hablo. Vos que le mataste a mi hija, entre­gate. ¡Necesitamos justicia! La nota se cortó abruptamente por el llanto desconsolado del hombre. La familia estaba desesperada al no encontrar respuestas al asesinato. Katy no tuvo una relación amorosa traumática para que desem­bocara en una muerte de estas características. No recibió amenazas nunca, más las pro­pias que se hacía recriminán­dose sus objetivos y en lo que desembocaría si no los alcan­zaba. El comisario Ortega observó nuevamente la cará­tula de su expediente. Repasó con la vista cada letra que dela­taba al sospechoso, y se recri­minaba cómo aún no podía dar con él. ¿Qué dejé de lado, qué estoy olvidando? Hablaba con­sigo, en voz alta.

El policía decidió correr el riesgo, tuvo una idea, una estra­tegia arriesgada, pero en caso de resultar, podría finalmente poner al culpable de frente con la Justicia. A los pocos minutos se presentó en el despacho del fiscal y le pidió su respaldo. Si lograba exponer al sospechoso, quizás, solo por fortuna, un testigo podría reconocerlo e identificarlo en la escena del crimen.

Así ocurrió. Veintitrés días después del asesinato. 8:15 de la mañana. La casa de Iván fue rodeada por los agentes de Homicidios. Ortega fue el pri­mero en ingresar a la vivienda, le extendió frente a su rostro una orden de detención. El joven de 23 años no dudó, y se entregó. Por la apariencia no parecía una persona que haya asesinado con tanta saña.

Continuará…

Etiquetas: #Tus#alas#rotas

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