El espíritu navideño se sentía cerca, el ambiente cambiaba. Pero el año 2009 cerraría diferente, con tufo de muerte. Un crimen impío sacudió a un ajado barrio de Asunción. Confuso e intimidante en sus primeras horas, lo que llevó a un nuevo desafío a policías y fiscales.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Cada paso que dabas en el quebrado asfalto del barrio Varadero de Asunción era una lenta tortura, abrumadora. El calor se sentía penetrando lenta y corrosivamente, cocinando por dentro. El vapor subía por la suela de los zapatos hasta elevarse al cuello; el sudor se escu­rría desde la nuca y descen­día la ladera de la espalda, presuroso llegando a lo pro­fundo. Fue un sofocante jueves 17 de diciembre en el año 2009.

La capital se despertó incó­moda. En Asunción pulula­ban las bocinas, eran inter­mitentes e interpelantes. La paciencia estaba exenta en el amanecer y distante el espíritu navideño.

La fiscal Gilvi Quiñónez estaba de turno esa semana, bebió su café para arrancar la jornada bien despierta, aún no descubrió que eso le vendría bien para tener sus sentidos en alerta. Gilvi llevaba varios casos en suspenso, y a los que debía acelerar por los pla­zos que estaban acechando con vencer.

Todo lo anotaba en su agenda del año pasado, aún servía como bloc de notas. Su teléfono despertó, el sonido polifónico y el vibra­dor lo hicieron danzar sobre la mesa de vidrio; en la pan­talla figuraba un número desconocido.

–Hola doctora –saludó la voz de un hombre, algo extasiado.

–Si soy yo, ¿quién es? –des­concertada contestó la fis­cal. No lograba reconocer la voz del otro lado.

Aquel momento, quizás el único de paz que tenía durante el día, se quebró al escuchar lo que aquella persona le relató en la lla­mada, era el comisario de la estación de policía alertán­dola sobre un rumor cada vez más fuerte. Un mili­tar encontró el cuerpo de una persona a su paso por la ribera. Necesitaban de ella para continuar con el procedimiento, levantar el cadáver y llevarlo a morgue.

La descripción del policía situaba a la fiscal al final de los sombríos pasillos del arrabal capitalino. Fue el combustible suficiente para romper lo planificado, dejar todo de lado y condu­cir hasta la zona acordo­nada por los agentes.

El sol cumplió con el pro­nóstico del día. Soltaba su mayor fuerza a las ocho y cuarto de hora. Irradiaba furia, como un testigo impotente de lo que suce­día. No había nombre, no había victimarios, pero una cruda sospecha de que aquello no era una muerte más.

La duda estaba en la moti­vación de la muerte, una incertidumbre que debían neutralizar. Este era el pen­samiento con el que viajaba en su automóvil, la fiscal meditaba sobre la descrip­ción que le acercaron los militares, y esa pregunta era recurrente ¿por qué lo mataron de esa forma..?

Gilvi conducía con velo­cidad, navegando con las coordenadas que le citó el policía. Primera, embrague y segunda. La trasmisión del auto era corta porque ese barrio tenía calles que le resultaban un escondrijo o bastante parecidas; lo que terminaban por someterla a un laberinto imaginario. Paso lento, pero se asegura­ría el final de la calle.

El rumor se acrecentaba, como las empinadas calles del barrio, la noticia iba cuesta arriba. Gilvi captó una de ellas en una emisora de AM: “Un personal de la Prefectura Naval se había tropezado con el torso de un hombre cuando salió a flote en el río Paraguay, en las cercanías del antiguo astillero: Playa García” – relataba la voz modulada de una mujer a través de un tempranero boletín de noticias.

Con la virulencia de lo ofi­cioso, la orden que dio –la fiscal– fue la de no notificar hasta tener un panorama exacto de lo que ocurrió. La confusión y los datos dispersos ahondaban en una crisis de periodistas que cruza­ban datos por doquier, era inevitable que el hallazgo se oculte por mucho tiempo.

EN LA CALLE CORRECTA

Finalmente la voz elec­trónica del GPS la condujo por la calle correcta, la que finalmente conduciría hasta la playa. Gilvi estaba acompañada por el comisa­rio, tres agentes más de su cuartel y dos funcionarios fiscales. Se hicieron paso a través de los matorrales, eso también era parte del barrio y –tal vez– lo con­vertían en algo exótico para los pobladores. Cin­cuenta metros de caminata y varias plantas con espinas hechas a un lado permitie­ran que desciendan hasta un banco de arena. Piedras y basura de fauna y flora. “El cuerpo está por allá”, gritó un militar que caminó hasta la comitiva.

Gilvi se detuvo, tiesa de pie. Apenas corroboró lo que el comisario le mencionó en la llamada quedó atónita, y solo la experiencia le per­mitió controlar sus emocio­nes. Lo que tenía en frente era el torso de una persona, un hombre. Nada más. Fal­taban brazos y piernas, y la cabeza.

–¿Hora de la muerte? Inter­peló la fiscal, fue al azar. Quizás al primero que haya prestado atención al forense.

La hora aproximada de muerte data con ambi­güedad: la madrugada. El dato fue insuficiente, pero lograba aportar una idea del momento en que ocurrió.

–Entonces, ¿sin testigos comisario? Otra pregunta más de Gilvi, ametrallando esta vez al jefe.

–Y… por lo menos por ahora sí, doctora. No tenemos mucho, estamos en el tra­bajo de buscar a alguien que casualmente haya escu­chado algo. Este es un barrio que duerme a las siete de la noche, salvo algún que otro ebrio errante.

Con lo poco no quedó más que respirar detenida­mente, para oxigenar el cerebro y detener la mar­cha de la ansiedad. Resolver algo tan despreciable como eso les tomaría mucho más que conjeturas. Como lo que acababan de presenciar.

Con las manos atadas por la incertidumbre, a la fis­cal no le quedó otra opción que optar por el procedi­miento más básico: retira­ron el tórax que flotaba en la orilla y lo llevaron a la mor­gue para examinarlo sobre una cama de frío acero, el resto corría por parte de la policía.

ALGUIEN SABÍA ALGO MÁS

El termómetro superaba los 30 grados Celsius y la com­petencia era con el tiempo; el jueves llegaba a la media mañana. Hiperventilación, el calor era acuciante. La policía no estaba ajena de aquel tormento, pero el reloj les jugaba de contra­golpe y debían recoger la mayor cantidad de infor­mación antes que él o los asesinos ganen distancia.

El torso desnudo y flotante no tenía identificación. Una compleja forma de comen­zar a investigar, pero indu­dablemente el que murió o el que lo hizo era de la zona, no había forma que alguien penetre esas calles en la madrugada. Algunos hablan del estigma de la inseguridad, otros prefie­ren decir que los vecinos son unidos y no permiten a “foráneos”.

Una de estas dos posibi­lidades obligaba a retor­nar a los parajes cercanos del barrio, sobre la calle Teniente Kanonnikoff, la misma que desembocaba en la playa. El único camino que pudo tomar el descuar­tizador para llegar al punto donde abandonó una de las partes del cuerpo de su víc­tima.

Aquel jueves arribó a la mitad de su vida útil. La policía de esa jurisdicción fue relevada en el mando por los agentes de inves­tigaciones, la sección de homicidios. Ellos se espe­cializaban en ello y dedica­rían más tiempo. En tanto los locales buscaban testi­monios casa por casa, como vendedores importunando en la jornada.

Para Homicidios lo certero fue que el cadáver destilaba venganza, esto los llevó a descartar un robo al azar. Ningún ladrón común se tomaría el tiempo de des­membrar a su víctima; el objetivo es llevar algo y obtener dinero, punto.

Por descarte, la única bre­cha abierta fue una reac­ción a una acción y un con­texto a determinar. Podría ser pasional, económico, una lucha de territorios. De estos casos tenían api­lonadas varias denuncias en la comisaría.

Para ganar tiempo, la orden consistió en filtrar los datos utilizando esta línea de investigación: la represalia.

Casa por casa y los aplau­sos se replicaban. Los mismos agentes de azul pidiendo a los vecinos que hablen, ¿escucharon o vie­ron algo? El pacto de silen­cio en el barrio no tardaría en romperse, develando los estremecedores detalles del siniestro crimen.

Una vecina susurró un pro­blema de pareja, una dis­cusión que llevó al marido salir de la casa y no vol­ver en la noche. La mujer describió la pelea como momentos tensos de impro­perios y objetos que se que­braron.

–¿moo opyta pe óga, doña? (¿dónde queda esa casa, doña?) –preguntó uno de los dos policías que reali­zaban el improvisado inte­rrogatorio.

–Amoite hína che memby, tres casas e hasa ara, bajeando (allá está mi hijo, a tres casas más tenés que pasar. En el bajo) –la mujer le señaló tímidamente el lugar a los agentes, algo que no pasó desapercibido para los policías. Todos habían respondido con temor.

Continuará…

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