Las tareas del hogar, por cotidianas y mecánicas que parezcan, poseen también significado dentro de la dinámica familiar. De ellas, las llamadas jornadas de “limpieza general” eran parte de un ritual que no terminaba en el mero hecho de limpiar objetos, sino de reflexionar sobre las relaciones intrafamiliares, el afecto y la memoria de los seres queridos, como las abuelas.
- Por Pepa Kostianovsky
...”Limpieza general” implicaba que mi mamá decidía lavar cortinas, ordenar bibliotecas y aparadores, sacarles la caca de moscas a las arañas de luces y sacudir la parte trasera de los roperos.
La operación se hacía en una sola jornada, a pesar de que por entonces no disponíamos de lavarropas ni aspiradoras. Meros trapos, agua y escobas. Y, eventualmente, con la ayuda de alguna prima de Miguela que ella misma se encargaba de contratar.
Se elegía, por lo general, un sábado en el que no íbamos al colegio, porque mamá nos tenía asignadas nuestras correspondientes tareas. Adolfo se hacía cargo de las bibliotecas, lo cual me producía una enorme envidia. Y a mí me adjudicaban algunos roperos y los aparadores.
Los roperos no incluían el de mamá, por lo cual eran particularmente aburridos. Lo mismo sucedía con el aparador de diario. Pero quebraba la monotonía el turno del cristalero o bargueño, en el que la labor implicaba repasar con un paño mojado en alcohol cada una de las copas del pretencioso juego de Gath & Chaves y luego de limpiar el interior del mueble, ordenarlas cuidadosamente.
Esto quedaba librado a mi creatividad. Unas veces, las alineaba horizontalmente, de mayor a menor, las de agua al fondo, las de vino blanco, las de tinto y las de licor. Cuando advertí la poca practicidad de tener que atravesar toda la escuadra para sacar del fondo una de las grandes, opté por colocarlas en filas verticales, lo que si bien desde el aspecto estético resultaba poco convencional, era cómodo. También tuve inspiraciones “revolucionarias”, como ubicarlas en “trescedillo” (como se colocan las butacas en el cine, para que el de la fila de atrás quede en el espacio que dejan libre las cabezas de adelante) lo cual en este caso no tenía la menor utilidad, pero mereció el elogio de mi madre. Hasta que tuvo que usarlas, y no solamente resultó complicado, sino que las volvió a guardar “al descuido”. Mi autoestima fue herida de tal modo que el sábado siguiente, mientras dormían la siesta, volví a ponerlas en el esquema práctico, el cual quedó instituido. Para siempre.
Mis obligaciones hogareñas estaban limitadas a circunstancias excepcionales, como la colaboración en la mentada “limpieza general”.
No sé si mi mamá tenía, en el fondo, una silenciosa concepción rebelde del rol femenino o si definitivamente, tan poco apego le tenía ella misma a eso de andar fregando y guisando que ninguna gana le quedaba de además tener que enseñármelo.
En contrapartida, a mí me encantaba hacerme cargo de empanar las milanesas, cortar las rodajas de tomates y huevos duros, pisar las papas para el puré y luego agregar la manteca y la leche, revolviendo en el fuego lento, hasta alcanzar el punto exacto. Soñaba con ser grande para que me permitieran batir la mayonesa y voltear los tortillones.
Las siestas despertaban en mí vocaciones insólitas. Como baldear el patio de baldosas rojas. O, ya instalados en la casa de Nuestra Señora, barrer las inacabables flores y frutas del tarumá. Nunca entendí qué placer encontraba en aquellas tareas tan poco sofisticadas. Quizá haya sido simplemente amor.
Las mejores temporadas estaban marcadas por la presencia de Bobe María, la mamá de mamá, que acostumbraba a estar la mitad del año con nosotros y la otra mitad en Buenos Aires, con mis tías.
Bobe venía en los meses de otoño e invierno. Y compartía el cuarto conmigo. Adolfo iba a parar a un catre de lona, de los que en verano usábamos para dormir “afuera”. Y ella nos contaba historias. No sabía leer, ni conocía cuentos, pero nos hablaba de su infancia, de su schtetl (aldea), del barco en que vino a América, de sus hermanos, de su vida de inmigrante, simple y heroica.
El reino de Bobe María era la cocina. Se instalaba allí apenas llegada y la entrada quedaba prohibida para mamá y Miguela. Pero la restricción no me incluía. Yo era bienvenida y hasta podía meter la mano en la preparación de los kneches, los vareñiques, los ñoquis, el geflite fish, el strudel de dulce de membrillo, y los pletzls de canela.
Mi Bobe también tejía, pero curiosamente, nunca me enseñó a hacerlo. Se me ocurre que mamá tenía celos. Y para construir su seducción, hacía tonterías tales como regatearle la provisión de lana.
No tuvo éxito. Siempre adoré a mis abuelas. Tan distintas y tan tiernas.
Así como mis hijos la adoraron a mamá que les legó la fortaleza de su cariño.
Así como la quise yo –desde el silencio– porque , entre otras tantas cosas, nunca me falló.