Por Pepa Kostianovsky

En el relato de esta semana, la memoria de la autora nos lleva hasta un homicidio ocurrido a finales de la década del ‘50 y sus terribles consecuencias en la sociedad. La dictadura reinante y sus sistemas de espía y persecución a personas “sospechosas” de homosexualidad y el papel de ciertos medios en la difusión de datos y acusaciones infundadas. Y, también el humor está presente esta vez, como en la vida misma..

Fue por el verano del ‘58 que se produjo un asesinato del que resultó víctima un locutor de apellido Aranda, cuyo cadáver se encontró quemado. Como los indicios delataban un crimen pasional y el difunto era conocido como homosexual, la eficiencia fascista de la policía no titubeó en apresar “para averiguaciones” a todo señor con presumida inclinación hacia su propio género.

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Stroessner, como correspondía a un dictador, alentaba una superpoblación de soplones –oficiales y amateurs– que, al margen de informar a su siniestra policía sobre toda actividad pensante, ya se tratara de conspiración o simple desafío a su oscurantismo, se entretenía espiando las vidas privadas. De manera que la Gestapo criolla tenía un amplio registro de tendencias y debilidades. El asesinato de Aranda llenó de gays las mazmorras habitualmente utilizadas para “convencer” de las bondades del régimen a los retobados.

La redada fue amplia. Y, por supuesto, librada a la arbitrariedad de la policía. La Tarde aprovechó para lanzar su primicia, lograda merced a su obsecuente alcahuetismo. “Los detenidos son más o menos 108″, anunciaba el sobredimensionado titular de primera plana, sin atreverse a dar nombres.

Demás está decir que fue la temporada de gloria para el hediondo pasquín, que largaba algún flatulento dato cada día, sin dejar de elogiar el procedimiento investigativo.

La mediocridad popular hizo lo suyo. Y empezaron a circular listas de los supuestos 108 nombres, en las que muchos aprovecharon para incluir a rivales, enemigos o simples sujetos de su antipatía, antes de imprimir varias copias mimeografiadas y continuar la maliciosa cadena.

Entonces, mi precocidad fue rebasada por la fuerza de tamaña conmoción pública. Y pregunté.

Por primera vez, mi madre me explicó que había hombres a los que les gustaban los hombres. Y punto. Unos días después, mi tía Cata me invitó a salir con ella de compras. Y me contó, prudentemente, que también sucedía entre las mujeres.

Cuando el tema fue dado por entendido, mi padre hizo un comentario:

–Ahora puedo ir a Buenos Aires, sin vergüenzas –dijo riendo.

Y contó que cuando trabajaba en Democracia, diez años atrás, José Gobello –creador y presidente eterno de la “Academia Argentina del Lunfardo”, quien se preciaba de su afición por “los efebos”– le había preguntado.

–Ché paragua, en tu país, ¿hay homosexuales?

Sorprendido, papá no atinó sino a pensar en los que recordaba. Un alemán que regenteaba un hotel y salía por las noches acompañado de algo así como un lobope u otro bicho semejante, a recorrer las calles cercanas al puerto en busca de algún marinerito dispuesto a comerciar sus vigores, el legendario Arno Halber. Y un intelectual, su amigo NN. Y respondió inocentemente:

–Sí, dos –acentuando la afirmación con los dedos índice y del medio, y creyendo estar salvando el orgullo nacional. Fue cuando Gobello lo humilló, convocando a gritos a la redacción en pleno.

–Muchachos, escuchen esto. En el Paraguay hay solamente dos putos. Pibe ¡eso no es un país!

Papá aseguró por el resto de su vida que, apenas pudo viajar a Buenos Aires, fue a visitar a Gobello, llevándole los documentos periodísticos que acreditaban que ya éramos dignos de respeto.

Lo contaba con tanta convicción, que nunca pude entender la homosexualidad como algo reprochable. Se trataba simplemente de una opción diferente.


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