El relato de esta semana nos lleva a otra historia del volumen “Criaditas e infortunadas”, el que da título al libro. Un amor, el de la pequeña Antonia, a la que el destino se le cruza en el camino y al que ella acepta con mansedumbre.
- Por Pepa Kostianovsky
La Comandancia de Paraguarí no sólo era uno de los escalones más altos del Poder Militar que por aquellos años era abiertamente uno de los Dueños del Estado, sino que daba acceso a rapiñas y negociados que permitían acceder al Poder Económico.
Y el General Elizardo Cuenca lo ejerció con entusiasmo. Por poco y nada se fue quedando con cuanta hacienda estuviera al alcance de su codicia y su jurisdicción.
El botín inicial de su florecimiento como terrateniente fue La Victoria, propiedad de un liberal de apellido Ferreira, que tras años de impotencia y despojos, se vio obligado a cederla por tres monedas.
Se mantuvo el nombre original por sugerencia del Presidente quien participó de los festejos de posesión y bendiciones esparcidas por el mismísimo Arzobispo.
El inventario incluía a Obdulio Mereles, capataz y hombre de confianza del anterior propietario, que no dudó de las ventajas del cambio de amo. Se apuró a pedirle a la flamante patronita que fuera madrina de sus dos últimos hijos y de paso –para fortalecer el vínculo– incluyó en el paquete a los mayores –hasta entonces ahijados del defenestrado Ferreira– y a Antonia, retoño precoz que su mujer había aportado a la familia que así fue reconocida. Inscripta en el Registro Civil, dotada de apellido y bendecida con las aguas del bautismo.
La Madrina, mujer devota y de catecismo diario, insistió en llevarse a la chiquilina, en quien los rasgos delicados denotaban marcada diferencia con el resto de la prole, desgraciada con los genes paternos.
La madre –en su sabiduría– aceptó sin condiciones. De otro modo, el destino de la niña sería “pasar por las armas” de su propio padrastro y reemplazarla a ella misma con su carne joven.
Obdulio no podía oponerse al pedido de la gentil patrona quien, además, prometía educación, catecismo, techo, vestido y mesa.
Antonia Mereles fue feliz en los meses que vivió con los Cuenca como criada y niñera de las hijas del matrimonio. El trabajo de atender a las nenas y lavar pañales era para ella un juego comparado con su pesada rutina anterior, en la que además acosaban hambre, miseria y frío. En la Villa podía hartarse de leche, endulzar sin límites el mate cocido y ahuecar los enormes galletones para llenarlos con miel y devorarlos mientras las gotas brillantes se le escapaban por las comisuras.
Adoraba el uniforme azul con el que la empaquetaban para los domingos y ocasiones especiales, las tertulias con Rosalía, la machú, y ni hablar de los viajes a Asunción para fiestas y reuniones familiares, donde tanta abundancia y algarabía no le permitían advertir su condición.
Ya de vuelta, acostada en el catre entre ásperas sábanas de lienzo, fastidiaba a la cocinera con sus relatos fantásticos, hasta que la otra imponía silencio. Y se quedaba dormida como una reina.
Los gritos y hasta los ocasionales bofetones repartidos por su madrina eran lloviznas de verano para Antonia, que en su cuerpo y en su memoria guardaba huellas de las tormentosas borracheras de su padrastro.
Cuando a fines de febrero recibió el delantal blanco, no podía creerlo. Rosalía la ayudó a calzarlo, prendió los botones e hizo el lazo en la cintura. Luego colocó el moño sobre el cordón que recogía sus cabellos y la invitó a mirarse en el espejo del vestíbulo.
– Decile gracias a tu madrina- ordenó Rosalía.
Pero ella tenía un nudo en la garganta. Sólo atinó a acercarse y besar la mano de la mujer que sonreía orgullosa de su inmensa bondad.
– Tenés que agradecerle a la Virgen que te da la oportunidad de ir a la escuela. Rezá mucho y sé delicada y estudiosa, para aprender todo lo que te enseñan. Mirá que San Alberto castiga a los desobedientes y desagradecidos.
Pero no era precisamente un Alberto el que marcaría el destino de Antonia, sino un Alfredo, que en uno de esos pasos por la Villa, registró a la adolescente que cargaba a la benjamina.
El Presidente no tenía el menor interés en críos, pero el porte de la niñera lo hizo gastar varios minutos en elogios y felicitaciones.
Al dirigirse al automóvil, le susurró a Elizardo:
–¿Re’uma pio chupe?
–Negativo mi Comandante.
–¡Erahaka chéve!
–A su orden, mi Comandante –respondió Cuenca–, cuadrándose ante la superioridad.
–Mañana va a venir a buscarle González.
–Comprendido, mi Comandante.
La madrina no dudó de la explicación de su marido sobre la necesidad de una niñera de confianza para las hijas de Ñata. Ordenó a Antonia que se bañara y se lavara bien el pelo, le facilitó un bolso para que ordenara sus pocas pertenencias. Le dio su bendición y se lamentó:
–Lo que siento es que no llegaste a tomar aquí tu Comunión.
Apenas amanecía cuando Antonia subió al auto negro.
El chofer la miró de pies a cabeza, sonrió en señal de aprobación y no le dijo una sola palabra hasta que llegaron a la casita en la que no había niños ni familia alguna.
Un soldadito custodiaba la puerta y una mujer la recibió en silencio, le dio algo de comer, la volvió a bañar, la vistió con una enagüita colorada, suave y brillante, y le dijo que se acostara.
Luego la dejó sola en la habitación donde había una cama enorme cubierta con sábanas blancas y limpias.
A pesar de sus doce años, Antonia no era tonta, sabía qué estaba sucediendo y no pensó siquiera en resistirse. Era para ella: su destino y hasta se sintió complacida de estar en un lecho tan grande y perfumado.
Aún así, cuando reconoció a quien entraba, el susto la hizo ponerse de pie e intentar cubrirse.
–¿De qué picó tenés miedo? –dijo el hombre riendo, mientras se desvestía–. Vení siqué acá y te voy a mostrar que da gusto.
Antonia se acostó a su lado. Antes de que él la tocara, posó su pequeña mano sobre el pecho velludo y lo acarició, como al juguete que nunca había tenido.
El hombre estaba acostumbrado a protagonizar iniciaciones que se daban entre llantos y resistencia que más de una vez lo obligaron a reducir a la desgraciada con golpes y cintarazos.
La actitud de la mujercita lo hizo devolver la caricia. Y ella que no tenía recuerdo de ternura alguna, acercó su cuerpo hasta quedar envuelta por su abrazo. Lo recibió su tibieza y lo embriagó de amor.
Durante meses él vivió pendiente de Antonia Mereles, a la que colmó de regalos. El que superó sus ilusiones fue un aparato de radio en el que escuchaba música, todo el día.
González, el chofer, lanzó su ponzoña.
– Con su permiso, mi Comandante. No vaya a enojarse, pero usted está masiado encajetado con esa mujer ¿No le habrá pa hecho un trabajo o qué?
– No sea insolente. Nadie le pidió su opinión.