No era posible augurar que justo aquel día que había amanecido soleado sería el último. Ni que a las 12:15 sería el ocaso de una vida consagrada a la búsqueda de la verdad a través del perio­dismo. O acaso si, tal vez. Por­que Santiago sabía que pesa­ban sobre él las amenazas, y que el ángel de la muerte andaba rondando desde que empezó a denunciar los turbios entuertos de la mafia.

Pero la cosa es así con los valien­tes: No tranzan con el silencio, aunque eso a veces los con­vierta en mártires. Y Santiago Leguizamón tenía coraje y sabía mucho. Demasiado tal vez, porque en sus investigacio­nes sobre el tráfico de drogas, lavado de dinero, contrabando de soja y robo de vehículos, la información era copiosa.

Mafia y gobierno, en una misma rosca.

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Quienes lo querían le habían pedido que se cuidara, e incluso que se alejara. Pero él persistía en su compromiso inquebran­table con la verdad y la justicia.

–”Hay dos clases de muerte, Humberto –le había dicho al aire a Rubin esa mañana desde Pedro Juan Caballero–. Una es la muerte material, la muerte física. Y otra es la muerte cuando uno abandonó la ética y la voluntad de trabajo.”

Frase que quedaría grabada a fuego en todos sus colegas de la prensa.

Porque aquel mismo día, el 26 de abril del año 91, terminó su programa radial “Puer­tas Abiertas”, y salió para un almuerzo en conmemoración del día del periodista.

En el Datsun blanco que con­ducía, dejó la radio Mburucuyá –de la que era director propie­tario– en compañía de Baldo­mero Karape Cabral, que via­jaba en el sitio de acompañante. Avanzaron rumbo al restau­rante “El Pato” sin saber que en la esquina acechaba la muerte.

Los emboscaron sobre la avenida Rodríguez de Fran­cia haciendo esquina con la calle De Jesús Martínez, en la línea fronteriza con el Brasil, conocida como “tie­rra de nadie”. Un Volkswa­gen gol negro de vidrios oscuros con tres asesinos a bordo le cerró el paso a las 12:15 del mediodía, y los sicarios dispararon 21 pro­yectiles. 21 proyectiles que signaron su suerte.

–Corré, salvate –dicen que le dijo a Baldomero, que salió del auto como pudo, en el instante que dispa­raban a Santiago el último tiro, antes de perderse en la impunidad de la frontera para siempre.

Luego vino el silencio. El desconcierto, y el luto de todo un gremio que sigue reclamando justicia a voces.

Porque a pesar de los 30 años que se cumplen el lunes, su muerte –que nunca será en vano– todavía continúa impune.

*En agosto del año pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos respon­sabilizó al Estado paraguayo sobre la muerte del periodista Santiago Leguizamón, y en febrero de este año, el caso fue presentado por la Comisión ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

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