Creyó que al correr llegaría con prontitud a su casa, pero la muerte estaba ahí aguardando. Agazapada y con sed de sangre. A cada paso se preguntó si el lugar era peligroso, muy oscuro, sin vecinos ¿a quién pediría auxilio si algo pasaba?

Por Óscar Lovera Vera

Periodista

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Haciendo a un lado el crepitar de las piedras, el silencio de domingo era abrumador. Fue un trece de diciembre de 2009 cuando César Julián Gauto, un chico de quince años, cumplía con una visita más a su novia. Estaba enamorado y ese sentimiento fresco y dulce provocaba en él la necesidad de estar con ella el mayor tiempo posible.

Se hizo tarde, él sabía que las diez de la noche en la Villa 14 de Junio, en San Lorenzo, era un problema.

Oscuro asentamiento, en todos sus sentidos. A doscien­tos metros un primer alum­brado y la violencia también opacaba a los buenos vecinos del aquel sitio.

Seis calles separaban a César de la casa de su novia, Romina, una señorita de su misma edad. Como de costumbre debía cru­zar un pesado matorral, que se ceñía al costado de la vecinal calle del barrio Reducto de esa ciudad.

Aquella espesa vegetación ves­tía malezas junto a la oscuri­dad, la misma que invadía la noche a falta de la luz artificial. Sus pasos eran guiados por un pálido manto lunar, uno que se apaga con la irrupción de inoportunas nubes que lo mor­tificaban.

El muchacho se percató que a su ligero pisar unas sombras tomaban el mismo rumbo que él. No quiso mirar atrás pero el repique de las piedras, que dejó atrás, volvían a sonar. Alguien –o algo– lo asechaba.

En cuestión de segundos solo podía escuchar como retum­baba el sonido de su corazón latiendo cada vez más rápido. Trató de sortear aquellos man­tos de plantas y espinas para acelerar su caminata, inten­tando escapar del peligro. Sen­tía que cada paso veloz que imprimía era respondido por un paso más veloz de –tal vez– un verdugo.

Una rama impidió su escape, cayó al suelo y a traición corta­ronsusganasdesobrevivir. Eran asaltantes, lo siguieron desde que salió de la casa de Rominna. Lo eligieron como víctima y su suerte estaba echada. Lo toma­ron por sorpresa, herido en la pierna no pudo reincorporarse, le faltó fuerzas para luchar. Eran muchos los que lo atacaban.

La cobarde emboscada coronó con filo de metal, un mar de san­gre humedeció el matorral. Lo arrastraron sin piedad, luchó con las manos para encontrar una oportunidad, pero eran más y lo llevaron hasta un sitio para sacarle todo lo que lle­vaba. Un teléfono, dinero y su calzado deportivo fue el botín de aquellos sanguinarios pira­tas. Lo dejaron desangrándose en el suelo, susurraba un pedido de auxilio y nadie estaba en las calles para oírlo.

El celular sonaba insistente, interpelando a los asesinos. Eran los padres de aquel chico que lo llamaban insisten, se pasó de hora, y lo peor es que aún desconocían el desenlace. La incertidumbre desembarcó inoportuna, imperante y sin contemplación. Era mediano­che y sin respuestas al clamor no entendían que fue lo que ocurrió.

UN CUERPO EN LA CALLE

Con los primeros rayos del sol, una llamada a la comisaría local alertó a la policía sobre el cuerpo de una persona abando­nado frente a un matorral. En los bolsillos de la ropa que ves­tía no encontraron documentos, pero su rostro era inconfundi­ble para sus padres, era César y había muerto desangrado. Solo faltaban tres calles para llegar a su casa.

Sin calzados, billetera, celular, tampoco un fino collar de oro –que tanto apreciaba–, le saca­ron todo. Una blanca sábana cubría su cuerpo inerte, pálido, sin aire de vida.

HERIDAS QUE HABLAN

Una hoja de metal, de unos quince centímetros desgarró piel. Dermis, epidermis e hipo­dermis. Perforó el tórax y encon­tró fin traspasando el pulmón. El corazón no estuvo exento por la orientación que tuvo el arma al ser blandida por el cri­minal. Al concierto de heri­das, los infernales criminales provocaron otros dos cortes, superficiales, en el abdomen del chico. El forense inmortalizó en un documento la causa de su muerte, empuñando una lapi­cera de tinta negra escribió: su muerte se dio de forma agónica, pues el cadáver presentaba ras­tros de haberse arrastrado tras recibir la puñalada, aparente­mente en el afán de llegar hasta la casa de su hermana, residente en la zona.

Su muerte fue diagnosticada como shock hipovolémico por herida de arma de arma.

CABOS SUELTOS

Tres días habían transcurrido de la muerte de César Julián Gauto, cuando una pista llevó a los investigadores hasta una casa de reparación de celulares; el centro comercial estaba ubi­cado en el centro de la misma ciudad. Los asesinos necesita­ban deshacerse de todo lo que robaron y lo mejor era venderlo por algo de dinero.

Como algo habitual en casos de robo, la policía utilizó la primera pista disponible que pudiera ras­trearse: el teléfono de César. La primera orden fue direccio­nada a la telefónica que utili­zaba el chico. Un policía expe­rimentado en casos como este recibió la orden de encargarse de todo el seguimiento, en el menor tiempo posible.

El policía, Antonio Gamarra, llevaba sus años como jefe del Departamento Central. Su ofi­cina está instalada en el mismo corazón comercial de la ciudad sanlorenzana. El reporte de la operadora de teléfonos no le sor­prendió, la casa a donde fueron a vender el artefacto solo estaba a unas pocas cuadras de su cuar­tel. Su intuición le generó una anticipada visita a varias casas comerciales, volvió con la con­vicción de una prueba.

El primer cabo suelto lo encon­traron aquí. Gamarra tenía un tupido bigote que ocultaba muchas expresiones, su mirada era intimidante y nunca uno podía decodificar qué pensaba. A todo respondía con un raro sonido: “mmm”, un sonido que lo hacía para asentir lo que escu­chaba. Quizás con eso se ganaba la confianza de los sospechosos, pero luego entraban a su juego. Uno del que nadie quería par­ticipar en una segunda ronda. El mensaje fue claro para las dos personas que estaban en el comercio, los detuvieron con el teléfono de César. Estaba colo­cado para la venta, en un mos­trador. Como si nada. Con eso los tenían más que comprometidos. Lo siguiente que supieron es que el celular fue robado, y detrás de él un adolescente fue asesinado. Una segunda ronda involucra­ría una presión mayor. Sobre Gamarra existían muchas anécdotas, algunas le favore­cían y otras lo pintaban como un policía… un policía temible.

Lo siguiente, a esa ronda improvisada de interroga­ción, fue la detención de los dos muchachos que estaban detrás del mostrador.

La policía sospechó que compra­ron objetos que fueron robados, lo que conocen judicialmente como reducción. Un mercado fuerte que sostiene el delito del asalto, sin oferta no hay demanda y eso los delincuen­tes lo sabían muy bien.

Continuará…

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