Por Bea Bosio

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Eran cerca de las dos de la mañana de un 16 de diciembre cuando el caminante nocturno avistó el banco de la parada del colec­tivo en la calle Jejuí, llegando a Montevideo. Aquel sería un buen sitio para descansar un rato –pensó– para dormir y soñar con cosas que nada tuvieran que ver con el hur­gar en la basura para ganarse la vida a fuerza de reciclaje y de limosnas. Tal vez dormir en una parada de colectivo tendría ese don de transpor­tarlo lejos, al planetario de los recuerdos de su infancia. A aquel San Pedro natal, comu­nidad de Tacuatí, donde había experimentado las primeras sensaciones comenzando la vida: el olor a tierra mojada después de la lluvia. El sonido ensordecedor de las aves de la selva, que con los años fueron callando por el avance de la soja. El frescor de las noches estivales. La libertad ambu­lante y el hambre.

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Mandioca y menta’i.

Mitã’i sin nombre.

Sin nombre como otros tan­tos pobladores de nuestras calles. Deshumanizados en sombras hurgando basura­les. Aquel sueño soporífero no le hizo percatarse que a las 2:10 de la madrugada el corcel de la muerte empezó a rondarle. Plateado como la luna de un mal presagio, un auto pasó lentamente a su lado, como auscultando las miserias nocturnas con ojos fulminantes.

Pero Lorenzo estaba lejos. Había encontrado su nom­bre y corría por el camino de tierra y el aire le explo­taba en el pecho, y sentía el cansancio de sus pies des­calzos y reía. Y su risa de niño era sol y viento desa­fiando al mundo y a todas sus injusticias. Los ojos negros, la piel de barro y su raza mby’a ancestral dete­nida en el tiempo.

Son las 2:17 y Lorenzo ignora que de nuevo lo está rondando el cuervo asesino. Esta vez su paso es aún más lento y macabro. Lo observa a él y lo observa todo: mide los posibles riesgos. Las posibles fallas que lo dela­ten, cerciorándose en su cobardía de quedar impune.

Lorenzo no lo siente. Ahora está ciego de pasión y aprieta las piernas de su compañera mientras la va descubriendo en medio del bosque. Es sudor y vida. Latido profundo, ino­cencia perdida. Juventud vibrante. El sueño lejano a esa calle vacía viaja en el tiempo y suspira de dicha. Un leve ardor lo estremece. De pronto irrumpe la voz de su madre.

– ¡Lorenzo!, le advierte.

Lorenzo no escucha. Quiere ciudad y aventura. Quiere lar­garse. Se sube al bus y se mar­cha. Se va muy lejos, y muy pronto será para siempre.

– ¡Lorenzo! Un último aviso y un golpe estalla en su pecho y Lorenzo siente el ardor y la falta de aire. ¿Qué hice? ¿Qué pasa? ¡Soy inocente! Mil preguntas se deslizan en el susto por su mente. Intenta moverse y se retuerce confundido mien­tras cae al pavimento y mira el cielo oscurecido por la ciudad y sus luces.

Son las 2:46 de la mañana y la muerte ha disparado a que­marropa sin más razón que el odio desde ese coche, sin más placa que la cobardía que res­guardada en la impunidad de un sistema indiferente se pierde rauda en la oscuridad de la noche. En un silencio insondable se instalan todas las preguntas.

Las respuestas son medio­cres, como siempre.

Lorenzo Silva Arce, indí­gena, tenía 29 años y 7 días cuando desde un auto lo mataron mientras dormía. Murió en el anonimato, hasta que pudieron iden­tificarlo. No tenía antece­dentes. Su foja era limpia. Su muerte fue considerada un crimen de odio. (Un colec­tivo ciudadano ha abrazado la causa y en Facebook se llama Somos La Familia de Lorenzo. Hasta que empezó la cuarentena, se reunían en aquella fatídica parada de bus y en su nombre –y el de otros tantos– pedían memo­ria y Justicia). Su caso aún sigue impune.

En esta semana que el mundo se convulsiona con­tra el racismo, es esencial recordar que en el Paraguay la ley que penaliza la dis­criminación todavía nunca pudo aprobarse.

Etiquetas: #NN#menta#selva

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