Paulo César López (paulo.lopez@gruponacion.com.py)

Durante una caravana religiosa se registró un grave y extraño evento que algunas versiones atribuyen al espíritu de un niño que deambula por el lugar.

Sobre esa mansión abandonada del barrio Rosedal de Villa Elisa había rumores e historias de todo tipo. Según uno de los tantos relatos que escuché, en la casa vivía una joven pareja que no hacía mucha vida social en el barrio y que tenía un hijo autista de unos siete años de edad. Nadie sabía mucho de ellos ni la rutina que tenía lugar detrás de las altas murallas de la casa de tres niveles, enclavaba en la cumbre de una de las tantas elevaciones que conforman esta pequeña ciudad al oeste del departamento Central, a apenas 16 kilómetros de Asunción. Cuentan que luego de la horrible muerte del niño se marcharon del lugar y que desde entonces nadie más volvió a vivir allí.

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A pesar del paso de los años y del desgaste, hasta ahora la enorme residencia es una inexpugnable fortaleza con macizos muros coronados con alambres de púas y portones asegurados con enormes candados. Hacia mediados de los noventa solíamos ir con mis amigos del barrio a esa casa durante nuestros recorridos hondita en mano jugando a ser cazadores.

No obstante el miedo que transmitía la mansión, quizá nuestras armas de niños nos daban la confianza para entrar pese a las horribles historias que se contaban sobre ella. Eso sí, al sótano no hubo quien se atreviera a entrar, al menos entre nosotros, aunque abundaban las descripciones de quienes supuestamente lo hicieron: que había grillos, cadenas, herramientas y viejos barriles llenos de polvo.

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Cada vez que íbamos a ingresar a través del oscuro túnel, siempre pasaba algo que lo impedía: o alguien de entre nosotros gritaba para asustar al más pequeño o, indefectiblemente, un sonido aterrador venido desde el fondo nos disuadía de hacerlo y salíamos corriendo sin parar por unas seis o siete cuadras hasta sentirnos lo suficientemente seguros.

En aquella época eran muy tradicionales y frecuentes las procesiones para rendir tributo a los diversos santos en su día. La festividad que reunía la más potente batería de pirotecnia era la de María Auxiliadora, que se celebra el 24 de mayo con largas caravanas que recorrían los distintos barrios, cuyas calles eran adornadas para el efecto con banderines blancos y amarillos. A su paso el desfile era saludado por los devotos con la explosión de petardos y fuegos de artificio.

Cuando este tipo de peregrinación pasaba frente a la casa, el niño y su perro eran llevados al sótano, donde el padre cultivaba su afición por el añejamiento de vinos. En una ocasión, solo estaban la madre y el pequeño. En el momento en que escuchó a lo lejos la explosión de los petardos, la mujer se apresuró a llevar al niño hasta la bodega subterránea junto con el cachorro para tratar de disminuir el terrible ataque que sufría por el estruendo de las bombas. Estas hacían enloquecer al mitã‘i, quien cuando las escuchaba se presionaba la cabeza con vehemencia como si sufriera una jaqueca insoportable al tiempo de que gritaba y zapateaba contra el suelo desesperadamente.

Entonces la madre lo abrazaba y mientras intentaba tranquilizarlo lo sujetaba con firmeza contra su pecho. Mientras tanto, él trataba de escaparse y daba cabezazos contra el hombro o el rostro de su madre. A medida que iba creciendo la reacción era más violenta. La última vez le rompió los labios y le hizo sangrar la nariz de un fuerte golpe con la frente.

Sobre la mansión abandonada se contaban historias y rumores de todo tipo. Foto: Gentileza.

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Cuando la explosión era muy cercana o la pirotecnia muy abundante, hasta se estiraba de los cabellos. Cuando lograba desprenderse de los brazos de su madre, se golpeaba la cabeza contra la pared. En las grandes festividades como Navidad y Año Nuevo debían atarlo para que no se haga daño.

Sobre la mansión abandonada se contaban historias y rumores de todo tipo. Fue en un caluroso crepúsculo de mayo cuando ocurrieron los eventos que me propongo relatarles.

La caravana se aproximaba a lo lejos, pero ya se escuchaba el estrépito. Cuando la madre ya se había acomodado en el sótano junto con el niño y el perro, de pronto sonó el teléfono. Antes de subir las escaleras para atender la llamada, abrazó fuertemente a su hijo, le dio un beso y le dijo que volvería enseguida. Luego se dirigió a la mascota con una mirada que decía más o menos lo mismo.

Subió rápidamente, descolgó el tubo del teléfono y del otro lado escuchó la voz de su concubino, quien le pidió que busque en su agenda la clave de la radio del auto que estaba en proceso de venta.

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-¿En qué parte está? –le preguntó ella.

-No recuerdo en qué parte. Revisá todas las hojas, por favor –le dijo casi susurrando.

Luego de buscar por varios minutos, finalmente pudo encontrar la clave de cuatro dígitos.

-Acá está. 9133 –le dijo algo fastidiada al ver que la había molestado por un número tan fácil de recordar.

-Ahh, cierto. Qué pelotudo. Cómo pude olvidarme –se disculpó.

Se despidieron y ella colgó el teléfono. De súbito una curiosidad se apoderó de ella. Revisó la fecha de su cumpleaños. “¿Te querés casar conmigo?”, estaba escrito con tinta negra en la mitad misma de la hoja que correspondía al 20 de setiembre. Sonrió y cerró la agenda. Se sintió un poco culpable por la indiscreción, pero al mismo tiempo feliz por ese gesto que para ella era tan inmenso y significativo.

Nunca llegaron a formalizar el matrimonio, aunque cada uno de los dos quiso hacerlo, pero en momentos distintos de la relación. Cuando nació su primer y único hijo, la condición de salud de este los unió tan fuerte que ya no importó rubricar por escrito el pacto de compañeros que ya los vinculaba de hecho.

Así se quedó perdida en el sopor de sus pensamientos cuando de pronto volvió a sí misma sacudida por la descarga de los cohetes, uno de los cuales estalló bien cerca de la ventana.

-¡Hijo! –exclamó angustiada.

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Cuando terminó de bajar los escalones hasta el subsuelo, se encontró con una escena atroz: el perro degollado y el niño se había cortado la mano izquierda con una sierra y exhalaba sus últimos suspiros empapado en un charco de sangre. Tenía la piel azulada y un sudor frío emanaba de sus sienes y bajaba por sus mejillas. Estaba inconsciente por efecto de la hemorragia.

La madre agarró una sábana, envolvió completamente la mano herida y lo alzó para llevarlo al hospital, pero todo fue en vano. Ya nada pudo hacerse. Cuando llegó a sala para ser intervenido de urgencia, el niño murió desangrado.

Luego de lo ocurrido, nunca más se supo de la pareja y nadie volvió a ocupar la vivienda. Esta historia permaneció por mucho tiempo olvidada hasta unos raros sucesos que tuvieron lugar hace no mucho tiempo durante el día de María Auxiliadora.

Cuando la procesión estaba pasando frente a la mansión abandonada, justo en el momento en que uno de los feligreses se aprestaba a encender una bomba 12x1 y apuntarla al cielo, antes siquiera de poder escucharse la detonación, la mano de uno de los parroquianos estalló en el aire entre el humo de la pólvora. El hombre se puso a gritar desoladamente.

-¡Ay!, ¡mi mano, mi mano! –se lamentaba casi desvanecido por el dolor.

Sin embargo, al momento de ser socorrido por los concurrentes, estos se percataron con asombro de que ni el brazo ni la mano tenían rastros de quemaduras, sino más bien el corte limpio de una filosa guillotina.

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Observación: Ficción.

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