La perspectiva con que, particularmente, dos corporaciones mediáticas critican, juzgan y condenan los actos de gobierno del presidente Santiago Peña es desde la visión pesimista del “vaso medio vacío”. A un año y ocho meses de mandato aún no han resaltado un solo aspecto positivo de su gestión (y que los hay y en cantidad).
El nivel de la calificación está siempre en su última escala posible. Han buscado defectos hasta en los programas que tienen aprobación ciudadana. Como el del Hambre Cero en las Escuelas, que se instaló por primera vez en nuestro país con alcance universal, es decir, sin exclusiones, para que niños y jóvenes puedan estar en condiciones físicas y mentales de aprender mejor.
Todo proceso tiene sus chances de fallas, que se van corrigiendo etapa por etapa. La perfección absoluta es imposible. Pero quienes manejan la crítica desde la oposición (política y mediática) no lo hacen desde el ojo de la imparcialidad analítica, sino desde el prejuicio y la predisposición a ignorar lo bueno y aumentar de tamaño los errores, aunque sean mínimos.
Sin embargo, la gente es capaz de percibir los grandes esfuerzos de esta administración para ubicar al Paraguay en el contexto de las naciones con democracia plena, sostenible y sustantiva, esto es, la aplicación de políticas que no solamente garantizan el Estado de derecho, sino que, también, apuesta fuertemente a la inversión social, principalmente en la lucha contra la pobreza y la extrema pobreza. Estos indicadores son irrebatibles, pero se pasan buscando “expertos” para refutar los datos que señalan claramente que un gran sector vulnerable de la sociedad paraguaya ha mejorado sus condiciones y calidad de vida.
Pareciera que los resultados positivos de este gobierno les alteraran el pulso y el humor. Entonces, escarban desesperadamente en todo aquello que pudiera restar brillo a la administración de Peña. Por supuesto que todavía queda mucho por hacer y mejorar. Desde el inicio de la transición democrática, hoy ya a la edad madura de 36 años, cada presidente iniciaba todo de nuevo, dejando de lado hasta las obras que, por su trascendencia y aceptación social, merecían continuar. La mezquindad se había apoderado de quienes debieron ser ejemplos de tolerancia, trabajo compartido, serenidad y prudencia.
Y algunos hasta actuaron con claras señales de revanchismo, como el caso de Mario Abdo Benítez, quien mandó destruir el iniciado proyecto del metrobús que, alguna vez, algún mandatario con firmeza y coraje debería reiniciar. La demolición fue ejecutada por el entonces ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, Arnoldo Wiens, en un demostrado acto demagógico.
Consecuentemente, los graves y estructurales problemas que nos afectan tienen un origen común: carecemos de políticas de Estado que puedan sustentarse en el tiempo. Muchas veces no es porque no existen planes y programas que merecen proyectarse más allá de la temporalidad de los gobiernos y la transitoriedad de los hombres. Lo que ocurre, simplemente, es que no existe capacidad, en la mayoría de los casos, de admitir los hechos positivos de sus antecesores. Hubo excepciones, claro está. Pero no pasaron de eso: excepciones.
Sin embargo, en medio de esa maraña de críticas descarnadas desde las corporaciones mediáticas, muchas veces sin fundamento serio y creíble, y de una oposición cuyo único recurso es la destrucción desde el discurso incendiario, Peña está realizando una buena siembra. No solo en el área educativo, sino también en los programas de viviendas para los sectores sociales más humildes y el apoyo constante a las personas de la tercera edad.
Se proyectan, además, otras obras de gran envergadura en el campo de la construcción, algunas de las cuales tendrán la impronta de la novedad, ya que –por primera vez– Paraguay contará con una autopista elevada de cuatro kilómetros de extensión. Mas, desde el momento en que este megaproyecto fue anunciado, arreciaron fuertemente los cuestionamientos por parte de los mismos detractores de siempre. Así las cosas, lo mejor que puede hacer el presidente Peña es no quedarse a mirar a los costados ni desviarse del camino correcto de las grandes obras de utilidad pública.
Y continuar con sus buenos planes de gobierno. Ya a su tiempo, las generaciones –presente y venideras– habrán de juzgar y reconocer, debidamente, su legado de gestión por sus propios méritos y, además, quedarán muy agradecidas con sus resultados altamente positivos.