Nuestro régimen de gobierno está definido como democracia representativa, participativa y pluralista, tal como se explicita en el Artículo 1 de nuestra Constitución Nacional. La República del Paraguay –declara, además– se constituye en Estado social de derecho. Hasta ahí la transcripción literal de nuestra ley fundamental. La soberanía popular, por ende, reside en el pueblo. A través de elecciones libres, limpias, transparentes y universales selecciona o escoge a quienes habrán de representarlo en los cargos que precisan del voto ciudadano para ocuparlos.
Entiéndase, presidente y vicepresidente de la República, senadores, diputados, gobernadores, intendentes y sus respectivos colegiados departamentales y municipales. Sin embargo, la máxima disposición legal que nos rige también habilita a la ciudadanía a expresarse a través de diversos mecanismos, entre ellos, la iniciativa popular para proponer proyectos de ley ante el Congreso de la Nación.
Y, naturalmente, a los poderes Ejecutivo y Legislativo a promover consultas con las diferentes organizaciones que agrupan a obreros, campesinos, movimientos sociales, estudiantes, mujeres, empresarios y referentes de partidos políticos que no han podido conseguir un escaño en una de las cámaras. Y, a su vez, estos diferentes exponentes de la sociedad tienen derecho a plantear sus demandas –genéricas o puntuales– a las autoridades de turno.
En la capacidad de escucharse mutuamente se perfeccionan el diálogo, el entendimiento, la tolerancia y la búsqueda compartida del bienestar colectivo. Se administra la disidencia en un marco de respeto a la pluralidad y a las instituciones. Y, cuando el consenso se torna absolutamente imposible, la democracia dispone de adecuados mecanismos para dirimir las diferencias y alcanzar la resolución pacífica de los conflictos.
De lo contrario, el empantanamiento constante en aquellos temas sobre los cuales no hay acuerdos mayoritarios provocaría la imposibilidad de gobernar y avanzar como país. Pero no todos quieren aceptar esta realidad que impone las reglas de la convivencia en un Estado de derecho. Entonces, se ambiciona socavar el poder al que no pudieron llegar por la vía de las urnas, de tal modo a ir debilitando sus estructuras y a sus cuadros políticos de cara a las próximas elecciones. Una suerte de guerra de guerrilla dialéctica. O, por lo menos, verbal, puesto que la oposición de ideas, que pueda generar una síntesis iluminadora, cede ante los exabruptos, los insultos y las descalificaciones de parte de algunos mediocres que ni se percatan de su condición de tales. Es más, se consideran intelectuales.
Desde antes de que asumiera el actual presidente de la República, Santiago Peña, han pretendido deslegitimarlo por la vía de un sofisma, recurriendo a razonamientos falsos con apariencias de verdad. Por ejemplo, de que el mandatario representa a una minoría, pues, sumados todos los votos de los demás partidos, estos superan el 50 por ciento de los sufragios. Es cierto que el actual Ejecutivo se quedó con el 42,74 por ciento, pero muy lejos del segundo, Efraín Alegre, con 27,48 por ciento. Esto es, 15,26 puntos de diferencia.
La Asociación Nacional Republicana obtuvo, además, 23 senadores de un total de 45 y 48 diputados sobre 80. O sea, mayoría propia en ambas cámaras. Y de las 17 gobernaciones departamentales, 15 son administradas por representantes del Partido Colorado, merced también a la decisión soberana de la mayoría del electorado paraguayo. Decimos verdad aparente porque, en un sistema electoral como el nuestro, donde no se contempla la segunda vuelta o balotaje, no se precisa superar el 50 por ciento para gobernar.
Ocurrió lo mismo con Fernando Lugo, en el 2008, quien derrotó a la ANR con apenas el 41 por ciento, es decir, por diez puntos de diferencia sobre Blanca Ovelar, quien quedó rezagada con el 31 por ciento. Esta falacia demagógica se evidencia cuando los mismos protagonistas que hoy argumentan que Peña no cuenta con el favor de la mayoría se olvidan de alegar lo mismo cuando el exobispo de San Pedro llegó al Palacio de López, lo que quita completa seriedad y valor a dichos juicios.
Ahora bien. Veamos la otra parte. Apenas sancionada la “ley que establece el control, la trasparencia y la rendición de cuentas de las organizaciones sin fines de lucro”, algunas de estas entidades salieron a vociferar que el Poder Ejecutivo tiene que vetar esta iniciativa por “atentar contra las organizaciones que son las voces de la sociedad civil”. ¿Quién les adjudicó tal representación? Los sectores que son supuestamente destinatarios de sus proyectos ni siquiera saben de su existencia. Sus trabajos son desconocidos, así como los resultados de estos emprendimientos que cada año se embolsan millones de dólares, tanto de ingresos locales como externos.
¿A quiénes benefician estas organizaciones? Por las documentaciones que fueron filtradas en las últimas semanas, más que nada, solo a sus directivos con jugosas remuneraciones. Privilegios que alcanzan a amigos, familiares y operadores políticos de la oposición. Viven de y en la burbuja mediática.
Así justifican sus honorarios, sin que sus misiones se plasmen en la realidad. Corcovean porque quieren seguir disfrutando alegremente de la plata dulce –mal que adjudican a los políticos que condenan–, pero sin que nadie husmee en qué y cómo gastan sus millonarios presupuestos. No pueden esgrimir que representan a la sociedad civil, porque solo defienden sus espurios y propios intereses. Nada aportan a la democracia ni a la justicia social. Aunque sí para la buena vida de sus líderes.