La impunidad es el camino expedito para que los responsables de haber perpe­trado crímenes en contra de los bienes del Estado perpetúen su presencia en los escenarios públicos, haciendo ostentación de las riquezas de origen espurio, al tiempo de inten­tar retornar al poder con el propósito de replicar sus transgresiones legales. Es un lodazal sobre el cual es imposible construir un proyecto sólido y duradero, porque terminará hundiéndose en un terreno inconsistente y ahogado por la miasma que emana de su pútrida composición.

Sus enve­nenados efluvios, necesariamente, habrá de afec­tar incluso lo nuevo que con esfuerzo se pretenda construir desde la moral, la competencia y la efi­ciencia. La corrupción es un látigo que se dispara para todos lados si no es cortada con manos fir­mes y determinación ejemplificadora. Ya lo diji­mos en otras ocasiones: no se trata solamente de evitar que este flagelo se propague en el presente, sino de que no queden sin castigo los latrocinios del pasado. Sobre todo porque es una invitación encubierta a continuar con más de lo mismo.

Con un esquema perfeccionado durante déca­das, un control eficaz sobre cada funcionario es todavía una tarea que llevará tiempo, aunque con la incorporación de la tecnología se dieron pasos trascendentales en varios puntos clave de recau­dación de tributos. Pero incluso así, de acuerdo con ciertos hechos recientemente descubiertos, algunos inescrupulosos han tratado de violar los sistemas de vigilancia y trazabilidad, aun­que, repetimos, fueron finalmente puestos en evidencia y actualmente se encuentran enfren­tando procesos judiciales.

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Por demasiado tiempo se envió señales a la sociedad –y se instaló en el imaginario colectivo– de que el poder, sin exclu­siones cromáticas, es solo un botín de guerra para los gobernantes de turno. Es por eso que muchos funcionarios tienen la mentalidad impregnada de que sacar réditos de su posición es casi una obli­gación, una oportunidad que debe aprovechar. Total, en la cúspide se cometían iguales ilicitudes, aunque a escala descomunal. Ignorar esta reali­dad sería como engañarse a uno mismo desde el lugar en que se encuentre, porque le estaría fal­tando una pieza vital en el momento de analizar las estrategias que contribuirán a disminuir los índices de corrupción.

Si durante el anterior gobierno, el de Mario Abdo Benítez, el periodo fiscal 2019 cerró con cre­cimiento cero –producto de la mediocridad y la improvisación en la gestión pública–, al año siguiente la pandemia del covid-19 fue el pre­texto perfecto para incurrir en los más alevosos actos de inmoralidad en contra de los recursos del Tesoro y de los denominados gastos sociales de las entidades binacionales Itaipú y Yacyretá. El robo fue tan grosero como gigantesco. La punta del ovillo fue el préstamo de 1.600 millones de dólares, cuyo paradero hasta ahora permanece sin destino aclarado. Y, posteriormente, se suma­ron otros empréstitos que tuvieron el mismo oscuro desenlace. Lo más despreciable de estas maniobras dolosas es que con ese dinero se pudo haber salvado miles de vidas y no tener este saldo trágico de 20.000 muertos por el coronavirus. Muertes que ni siquiera pesan en la conciencia de estos genocidas y sus cómplices mediáticos y de otros partidos, especialmente, el Democrático Progresista (PDP), quienes, a raíz de una impu­nidad latente, todavía se animan a dictar cáte­dras de ética y gobernabilidad. Y hasta anuncian su retorno a la arena política para lidiar nueva­mente por el poder. Tamaño cinismo e hipocresía solo tiene terreno fértil cuando sus crímenes aún siguen sin castigo.

Somos conscientes –y también ya lo expresamos en este mismo sitio editorial– de que una audi­toría a fondo, responsable y seria, que sea difícil de chicanear por la contundencia de las pruebas, llevaría un tiempo prudencial. No se trata, obvia­mente, de presentar una denuncia a la bartola. Al contrario, hay que proporcionarles a los fisca­les los insumos suficientes para que ellos mis­mos puedan continuar las investigaciones, ya por otras vías, para cotejar la gravedad de los ilícitos que el Poder Ejecutivo pone a su consideración. Y para que algún magistrado venal no encuen­tre un argumento salvador bajo las cuerdas. La lucha presente contra la corrupción es encomia­ble para moralizar nuevamente la administra­ción del Estado y reclama el acompañamiento ético de toda la sociedad, porque nadie escapa de sus depredadores impactos. Pero no es menos cierto que en esa misma escala de importancia se encuentra también la necesidad de barrer con la impunidad que pueda sobrevolar los graves deli­tos del pasado.

Una pista válida para los auditores del Poder Eje­cutivo son las innumerables denuncias publica­das –y respaldadas con incontables documentos probatorios– sobre la corrupción en varios minis­terios, como Obras Públicas y Comunicaciones, Educación y Ciencias, Salud Pública y Bienestar Social, y Agricultura y Ganadería, así como en Yacyretá e Itaipú. El tiempo corre. Y los brujos de la corrupción se aprestan para volver como si nada a la escena pública. Es por ello fundamen­tal cortarle el chorro a la impunidad. No pue­den estar en una tarima política los que deberían estar sentados en el banco de los acusados.

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