Nuestra clase política, en su mayoría –y en este caso particular la oposición–, viene a corroborarnos lo que ya sabíamos: que no está habilitada para el mínimo proceso de abstracción, sin capacidad para plantear ideas originales y trasversales y, mucho menos, dibujar escenarios anticipadores de posibles acontecimientos.
Prefieren sus integrantes el mundo ficticio del espectáculo donde representan personajes con antojos intelectuales detrás de una máscara de cera –como en el antiguo teatro griego– que encumbre su verdadera personalidad. Una personalidad, por lo general, hueca de contenidos significativos, que repite como campana de madera dos o tres frases aprendidas de memoria.
Campanas de madera sin resonancia alguna. Sería, además, un despropósito exigir tamaño esfuerzo mental a estos sacrificados representantes del pueblo. Representantes que, sentados en sus mullidos asientos, bajo un aire que se acomoda a la temperatura, han olvidado las necesidades del pueblo para volcarse a una lucha personal centrada exclusivamente en su propio bienestar material. Ni siquiera es cultural. No podemos, naturalmente, ignorar la presencia sobresaliente de las excepciones que, lastimosamente, no alcanza para equilibrar la medianía de sus colegas.
No es prudente molestar, reiteramos, a quienes tienen la impunidad para agraviar, difamar y calumniar desde su inmunidad de congresistas, reclamándoles que usen el cerebro para reflexionar sobre cuestiones que preocupan a la República. Estaríamos restándoles un valioso tiempo a su obsecuente obsesión de medrar con los mendrugos del poder. Así lo han demostrado –una reiteración que valida la hipótesis– diputados del Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), del Partido Patria Querida (PPQ), del Partido Encuentro Nacional (PEN), del Partido Hagamos (PH) y algunos extraviados parlamentarios oficialistas que no dudaron en abrazarse con sus enemigos históricos en contra de una facción de su propio partido.
Muchos opositores han dejado caer el antifaz. Sobre todo, las propietarias de almibaradas voces con que pretenden seducir al pueblo o los rasposos tonos con que buscan amedrentar a sus adversarios. Cayó el telón en el último acto para elegir al presidente de la Cámara de Diputados y, también, cayeron, subrayamos, las máscaras de cera. Se les vieron sus verdaderos rostros. Esta vez, sin cera. Y en una hipócrita gesticulación para justificarse por haberse aliado al grupo al que más habían denigrado, manosean el pretexto de la democracia. Una democracia ubicada en el centro de las representaciones teatrales. Para el diputado del partido de la extrema derecha, Patria Querida, Sebastián Villarejo, la elección del liberal cordillerano Carlos María López como titular de la Cámara Baja fue “fruto de mucho diálogo y madurez política de parte de varios sectores políticos”. Ahora resulta que la repartija de migajas de poder, entre gallos y medianoche, debe interpretarse desde la perspectiva de la “madurez política”. Pero a su favor podemos alegar que es fruto de la inexperiencia de sentarse en un lugar donde no sabe para qué está. Él y muchos otros. Y otras.
Por supuesto, la vedette de Diputados no podía quedarse atrás cuando se trata de espectáculo, aunque sea un burlesque. Con sus plumas, lentejuelas y encajes musitó melindrosa: “Perdió el cartismo, ganó la democracia”. Ahora resulta que la democracia, para Kattya González, debería definirse como el inescrupuloso pacto de personas que, aparentemente, no tenían ninguna afinidad, pero que, al final, estaban maniatadas por los mismos bastardos intereses. La repugnancia ciudadana debería vomitarles de su boca. A ella y a todos los demás que sostienen que el cinismo y el espinazo flexible son sinónimos del “gobierno del pueblo por el pueblo”.
Pero aún hay más. El vicepresidente de la República, obsesionado por la Presidencia, Hugo Velázquez, también quiso ser parte de la “victoria” sobre un sector interno de la Asociación Nacional Republicana. “Sigue siendo poderoso”, dijo refiriéndose a Horacio Cartes, líder del movimiento Honor Colorado, “pero le sacamos un gran poder, que era la mayoría en la Cámara de Diputados”. Y alude, como los repetidores de libretos mal escritos, igual que la oposición anticolorada, que fue el “triunfo de las fuerzas democráticas”.
Ahora resulta, en nuestra línea de reflexión, que la traición al partido que los llevó al poder es el “triunfo” de la democracia, cuando en realidad es el triunfo de la traición más miserable que indigesta a los verdaderos republicanos. Porque no se trata de preservar las instituciones, como proclaman sus victimarios, sino de sacar provecho de situaciones que puedan apuntalar candidaturas mirando las internas del 18 de diciembre de este año. Todo es interés personal o sectario. La República es la que menos importa. A oficialistas y a opositores. Ni a las que más cacarean de huevos que jamás empollaron.