- Por Juan Carlos Dos Santos G.
- Columnista
- juancarlos.dossantos@nacionmedia.com
La reciente Conferencia de los Océanos celebrada a comienzos del mes pasado en Niza (Francia) podría pasar desapercibida para la mayoría de los ciudadanos del mundo. Pero no debería. Porque lo que allí se discutió y acordó no es un asunto lejano ni esotérico para diplomáticos con vocación ambientalista: es una cuestión de supervivencia.
En un contexto donde los océanos cubren más del 70 % del planeta, generan más de la mitad del oxígeno que respiramos y regulan el clima global, resulta escandaloso que hayamos permitido su degradación hasta niveles alarmantes. La cumbre de Niza tuvo el mérito de recordarnos que los mares están vivos… y agonizan.
A nivel local, ante estas cuestiones, bien podríamos mirar para otro lado y escudarnos en nuestra mediterraneidad geográfica, pero nada más alejado de la realidad, pues contamos con importantes cursos hídricos que a diario transportan grandes cantidades de desechos de todo tipo hacia el río de la Plata antes de ser vertidos en pleno océano Atlántico. Además, estamos totalmente expuestos a procesos naturales como La Niña y El Niño, fenómenos que se forman en los océanos y que determinan si en un periodo de tiempo sufriremos espantosas sequías o perjudiciales inundaciones.
Los compromisos adoptados en la conferencia apuntan en la dirección correcta. Se habló de descarbonizar el transporte marítimo, reducir el ruido submarino que desorienta a ballenas y delfines, y frenar la basura plástica que convierte nuestros océanos en vertederos flotantes. Pero lo importante no es lo que se dijo, sino lo que se haga. Y ahí está el punto crítico: la brecha entre declaraciones y acción es tan vasta como la isla de plástico del Pacífico, también conocida como el Gran Parche de Basura del Pacífico.
Este basural flotante de 1,6 millones de km² que ha ido en aumento de manera exponencial desde comienzos de la década del 70, permanece flotando y genera daños ecológicos al ingresar a la cadena alimentaria de especies marinas y luego también llega hasta el ser humano.
Un aspecto destacable fue la participación juvenil. Programas como Herederos de Nuestro Océano dieron voz a nuevas generaciones que, con razón, se niegan a heredar un planeta mutilado. Esta inclusión no es solo justa, es vital. Porque serán ellos quienes padezcan, o disfruten, el legado que hoy decidamos construir.
También hubo espacio para la ciencia. Dentro del Decenio de las Ciencias Oceánicas impulsado por la ONU, se avanzó en redes de cooperación, capacidades tecnológicas y metodologías compartidas. El conocimiento es poder, sí, pero el conocimiento sin voluntad política es puro ornamento académico.
Ahora bien, conviene no caer en el triunfalismo. El calentamiento de las aguas, la acidificación oceánica, la sobrepesca y la minería en fondos marinos siguen avanzando a mayor velocidad que las políticas públicas. Si no hay mecanismos vinculantes, presupuestos reales ni presión multilateral efectiva, todo esto corre el riesgo de quedarse en poesía diplomática.
En definitiva, la Cumbre de Niza nos deja un mensaje doble: esperanza por el despertar de conciencias, y urgencia porque el reloj ecológico está al borde del colapso. Si no actuamos hoy con la contundencia que exige la ciencia, pronto no habrá océanos que salvar, ni conferencias que celebrar.
La política internacional tiene la oportunidad –y el deber histórico– de convertir estos acuerdos en acción concreta. Y nosotros, como ciudadanos del planeta azul, de exigirlo. Porque al final del día, proteger los océanos no es una opción ambiental: es una necesidad existencial...y eso no solo compete o afecta a países con costas marítimas.