• Ricardo Rivas
  • Periodista
  • X: @RtrivasRivas
  • Fotos: Gentileza

Vida, muerte, ilusión, deseo... pulsiones incrustadas en la condición humana, aunque “reyes y peones, al final de la partida, vuelven a la misma caja”.

“¿Fantasear o desear...?”. Ese era el dilema que, en frecuentes charlas de café, proponía un tan vete­rano como anónimo pole­mista que habitaba, cuando la tarde agonizaba, algunas de las selectas mesas en el mítico café La Paz, en la esquina de la avenida Corrientes 1593, cuando esa arteria cordial se cruza con la calle Rodríguez Peña, muy cerca del Obelisco, en Buenos Aires, unos 1.300 kilómetros al sur de mi que­rida Asunción.

Era los años 70, en el siglo pasado. Enfrente –justo en diagonal– intentaba compe­tir el bar Ramos. En concurrentes habituales estaban cabeza a cabeza. Inolvida­bles, por cierto. Pero el caso es que, luego de encender la polémica con aquel interro­gante, con impostado tono académico, intentaba, aquel sanatero, zamarrearnos.

¡Me parece verlo! Acomo­daba prolijamente los dos o tres libros de Sigmund Freud o de Foucault que siempre llevaba con él y lentamente –como buscando las palabras más adecuadas– iba al punto. Fumaba tabaco inglés en una pipa muy gastada y sobre su prominente nariz montaba espejuelos redondos tonali­zados verde oscuro.

“El tío Segismundo –ironi­zaba mientras revoleaba sus manos refiriéndose a Freud– cuando compartíamos algu­nos puros con amigos en el Café Frauenhuber, en la inol­vidable Viena, nos explicaba con claridad, jóvenes amigos, palabra más, palabra menos, que solo fantasean las perso­nas insatisfechas”.

PULSIÓN

Lo seguíamos en silencio. Algunas veces –como la igno­rancia nos impedía respon­der y/o, mucho menos, poner alguno de sus dichos en duda, hacía una pausa que disfru­taba y, si la memoria no me falla, en aquel caso puntual remató: “Cada fantasía surge de una pulsión para cumplir con un deseo insatisfecho, muy deseado, que corrija la realidad”.

Nunca recuerdo su nombre. En verdad, no tengo claro si alguna vez lo supe. Pero sí, sus anécdotas con preten­siones académicas y que se definía como “un libre pen­sador, diletante”. ¡Nos mara­villaba! Aunque –debo admi­tirlo– teníamos dudas que no confesábamos sobre su presunta sabiduría por aquello de que entre los ciegos un tuerto es rey.

“¡Déjese de joder, farfu­llante…!”, recuerdo que le dijo –indisimuladamente molesto y a voz en cuello– un recono­cido profesional y estudioso freudiano, de quien exclusiva­mente consignaré sus letras iniciales (G.G.), que inconte­nible por lo que también escuchó abandonó su café en una mesa cercana y lo increpó sin miramientos.

Un pesado silencio cubrió todas y cada una de las mesas. El increpado no atinó a res­ponder. Se retiró cabizbajo –con sus tres libros bajo el brazo– enmudecido y sin plantarle cara. El increpante nos miró, se disculpó “por interrumpir la conversación sin que nadie me llame” y fue al punto: “Simple y sencillo, muchachos. La fantasía tiene que ver con el imaginario. Con lo que creemos o sabemos que muy difícilmente suceda. Con aquello que suponemos impo­sible y que, de alcanzarlo, ima­ginamos sería placentero, pero sabemos que no podrá ser. Desear es converger la fantasía con la realidad más deseada en algún momento de tu vida. ¡No entender esa diferencia es grave… y, pretender explicar desde la ignoran­cia y la confusión, no lo puedo dejar pasar!”.

Renovó su disculpa y volvió a su mesa. “Como una escuela de todas las cosas...”, como nos enseñó Discépolo cuando escribió aquel tangazo que llamó “Cafetín de Buenos Aires”, así era el bar La Paz. Fantasías. Deseos. Ilusio­nes. Me atrevo a añadir que, como entonces, en estos tiem­pos de imágenes exacerbadas y exacerbantes que circulan y atropellan en los avasallan­tes ecosistemas digitales que facilitan las comunicaciones reticulares contemporáneas, aquellas –junto con la vida y la muerte– emergen como inevi­tables pulsiones incrustadas en el día a día de nuestros días.

OXÍMORON

Claramente, forman parte de la condición humana. Pese a que, con el correr de los tiem­pos y a la democratización de las monarquías (¿oxímoron?), con mucho menos frecuen­cia que algún tiempo atrás y, en aquel contexto, escuchar decir “vida de príncipes”, sor­prende porque pareciera ser una expresión que cae en des­uso.

Aun así, hay quienes insisten con ella cuando se procura producir sentido respecto de alguna persona que –a juicio de quien así se expresa– tiene allanado el acceso a podero­sos y poderosas o cuando dis­pone de bienes materiales en abundancia o cuando no debe preocuparse por nece­sidades que –como tales– sí lo son para la mayoría de la humanidad.

En ese contexto, tampoco el futuro debiera ser preocu­pante para quienes tienen –siempre a la vista de las otredades– tránsitos principescos o, acaso, propios de las realezas. Hambre, des­ocupación, falta de salud, de educación. En aquel con­texto, se suponen alejados de aquellos y aquellas minorías vistosas. Sentires y decires. Pareciera, incluso, que nada ni nadie está exento, alguna vez, de emitir esos juicios o ser depositario de ese tipo de expresiones.

Hasta la muerte –en ciertas ocasiones, por la forma en que se produce y a quien afecta– hace que no sean escasas las voces que se atreven a afir­mar que Mengana o Fulano “murió como un príncipe”. En el siglo XIX y buena parte del XX era frecuente que así se significara la partida de este mundo cuando las y los finados eran considerados socialmente como “patri­cios” o “ricos”.

Curioso, por cierto. Y tanto lo era (y es) que vaya a saber a quién y en qué situación tuvo la lucidez para destacar que “al final de la partida, reyes y peones vuelven a la misma caja”. ¿Sabiduría popular? Tal vez.

LA BODA DEL SIGLO

Aún recuerdo cuando el 29 de julio de 1981 –la tele satelital cuando el mundo era mun­dial y para nada global– puso “en el aire” (vieja expresión de uso común en la radiote­lefonía de entonces, hoy casi olvidada), desde la catedral de San Pablo, en Londres, la que fue llamada como la “boda real o del siglo” porque, aquel día, el príncipe Carlos (32) –hijo primogénito de Isa­bel Alejandra María Windsor (1926-2022), la reina Isabel II del Reino Unido y de la Com­monwealth desde 1952 hasta su muerte– contrajo matri­monio con la joven aristó­crata llamada Diana Spen­cer (20).

Cerca de 800 millones de tele­videntes lo vimos. “¡Parece un cuento de hadas...!”, escu­ché decir a dos mujeres que – como otros muchos, frente a una vidriera colmada de tele­visores– vimos pasar a Car­los, por entonces príncipe de Gales, y Diana recién casa­dos, a bordo del 1902 State Landau, como se conoce al carruaje que, en aquel año, el rey Eduardo VII –tío del contrayente– ordenó cons­truir para ceremonias rele­vantes.

En la Argentina, desde poco menos de tres años, tenía­mos tele en colores. La novia, tanto en el ingreso a San Pablo –luego de descen­der junto con John, su padre, VIII conde de Spencer, de un carruaje vidriado– como en el momento en que salió de esa catedral con su esposo con­vertida en “alteza real”, tuvo que detenerse varios minu­tos para que las “damas de honor” acomodaran la cola de su vestido “de casi ocho metros de largo”, relataba la transmisión oficial.

¡Hermoso para ver! Un año y 22 días después –el 21 de julio de 1982– se anunció el nacimiento del príncipe Gui­llermo, heredero de la corona británica. El 15 de setiembre de 1984 –setecientos ochenta y siete días después que su hermano mayor– nació el príncipe Enrique.

Sin embargo, y como sostiene el dicho popular, “no todo lo que reluce es oro”. El 28 de agosto de 1996 –cinco mil quinientos nueve días des­pués de aquella boda prin­cipesca– Diana y Carlos se divorciaron. Con el paso del tiempo la fantasía pública trocó en públicos desati­nos vinculares. La princesa descubrió y confirmó que el príncipe tenía como amante a Camilla Parker-Bowles, una amiga de la Casa Real. ¡Crisis!

MULTITUD

Carlos pasó –para muchas y muchos– a ser el “realmente odiado”. Diana, en el trans­curso de 1995, decidió no ocultar la situación. Habló con la BBC, la tele pública en el Reino Unido. “¿Cree que Camilla Parker-Bowles fue el factor que desencadenó el fra­caso de su matrimonio?”, pre­guntó el periodista Martín Bashir a “su alteza real”. La respuesta fue simple, breve y clara: “Bueno, éramos tres en mi matrimonio. Y eso es una multitud”. El 31 de agosto de 1997, Diana, Dodi Al-Fayed (1955-1997), multimillona­rio egipcio, y el chófer, Henri Paul, murieron en un acci­dente de tránsito ocurrido en el interior del túnel del Pont de l’Alma, en París.

Los puentes de raíces vivas de Sohra (Cherrapunji) sorprendió a los exploradores occidentales y desde aquellos tiempos es polo de atracción hasta nuestros días

Aquel príncipe, Charles Philip Arthur George (77), desde el 8 de setiembre de 2022, es Carlos III, rey del Reino Unido y de los otros reinos de la Mancomuni­dad de Naciones. Camilla Rosemary Shand, luego Par­ker-Bowles (78) –la tercera de aquel matrimonio prin­cipesco que “era multitud”, como lo sentenció Diana, “la princesa del pueblo”, como la categorizó para siempre el ex primer ministro Tony Blair, el 31 de agosto de 1997– es reina consorte.

Fantasías. Deseos. Ilusio­nes. Condición humana. Fantasías. Deseos. Ilusio­nes. “Cambia, todo cambia”, canta como nadie Mercedes Sosa. Los khasi –una minoría étnica originaria que habita en el estado de Meghalaya, noreste de la India desde antes de las invasiones dravídicas pobladoras del sur en ese mismo país– descono­cen quiénes de sus anteceso­res y cuándo comenzaron a orientar las raíces de los árbo­les para construir con ellas “puentes vivientes”.

Lejos de aquellas selvas ini­gualables, recién se supo algo de los que se conocieron entonces también como “los puentes de raíces vivas de Sohra (Cherrapunji)”, cuando era avanzado el siglo XIX. Los exploradores occidentales se asombraron con aquel descu­brimiento. En La Sociedad Asiática, un histórico perió­dico que se publicaba en Cal­cuta en 1844, se consignó la información. Desde aquellos tiempos, es polo de atracción hasta nuestros días.

“AMOR RECÍPROCO”

Hacia allí, unas tres sema­nas atrás, partieron en luna de miel el príncipe Raj Raghuvanshi (21) y la prin­cesa Sonam Raghuvanshi (24). Eran marido y mujer porque sus madres –en esa sociedad matrilineal– así lo acordaron. Ambos pertene­cían a la misma clase social y casta. Aquel enclave natural que, además, con unos 12.000 milímetros de lluvias anuales es, según Guinness, el lugar más lluvioso de cada año, era perfecto para manifestarse amor recíproco sin interfe­rencias. La actuación crucial de la mehndi, la celebración musical previa, la ceremonia principal, la fiesta posterior quedaron atrás.

Me explican –por Whatsapp, desde Nueva Delhi, tres diplo­máticos chimenteros que me pidieron anonimato– que los fastos nupciales se extendie­ron por cuatro días. Las dos familias en estado de tranquilidad. Espiritual, social y económico. No faltó nada. Se observaron todos los rituales. Homa (la ofrenda al fuego) se concretó. El Panigrahena, los unió como nunca antes. Las siete vueltas al fuego –el Sata­padi– hizo celebrar a muchas y muchos, sonreír a las y los más refinados y desear, ilusio­narse... soñar, a otros y otras.

El príncipe Raj Raghuvanshi con la princesa Sonam Raghuvanshi. ¡Que vivan los novios!

Samskara se instaló en la fla­mante pareja. Luego, silen­cio. Los días pasaban y... más silencio. Pero irrumpió la angustia. Primero en el que fue el pueblo de ambos, luego en la provincia, la región y, finalmente, en todo el país. “¿Dónde están?” “¿Qué se sabe?”. La falta de novedades fue parte de las informacio­nes de la agencia de noticias nacional. Se iniciaron las bús­quedas. Los supuestos gana­ron el espacio público. Las ideas conspiranoides de pode­rosos y poderosas ingresaron en los circuitos informativos.

Nadie respondía a las incesan­tes llamadas a los móviles de Raj y Sonam. La policía y los servicios de inteligencia de la India los monitoreaban inú­tilmente. También el de uno de los hermanos de la prin­cesa. ¡Nada! Pero, cuando nadie lo esperaba, todo cam­bió. El domingo pasado aque­lla novia obediente de los acuerdos y mandatos fami­liares que se mostró alegre, ilusionada, ante los unos y los otros; que fue objeto de los comentarios de sus vecinos e incluso blanco preferente a la vista de aquellas y aque­llos que por ser de clases inferiores o de castas poco ­respe­tables no debieran haberla mirado, trocaron interrogan­tes y angustia sociales.

DIMES Y DIRETES

Desde algunos anochece­res en las sacudidas calles de aquel país con 1.400 millo­nes de habitantes, se sabía por trascendidos –que más tarde se confirmaron– que el cadá­ver de Raj fue encontrado y recuperado de las profundi­dades de un precipicio con abundante vegetación. Fue el momento de los dimes y diretes. Se conoció el esca­broso detalle de que el cuerpo lo encontraron con el cráneo partido con dos golpes duros aplicados con algún objeto contundente y cortante.

¡Horror! Rescatistas e inves­tigadores tuvieron la convic­ción de que fue asesinado. Así lo dejaron trascender. No murió como un príncipe. Pero las honras fúnebres sí lo fue­ron para despedir a su alteza real. Sonam, esposa por un breve tiempo –geolocalizada desde el momento en que se comunicó con uno de sus her­manos– supo por quienes la hallaron que era viuda.

Gritó. Se ahogó en llanto. Insistió con el deshilachado argumento de que fueron víc­timas de secuestro. Pero no tenía una coartada que gene­rara, por lo menos, una duda. También supo que Rai Kus­hwaha, un chófer a su servicio, estaba preso en otra celda. Fue apresado en su pueblo natal, Madhya Pradesh. Contras­taron sus respuestas. Eran amantes desde tiempo antes de que Sonam y Raj protago­nizaran una boda principesca.

Como en el caso de Carlos y Diana –con Rai– también se constituyeron en multitud. El amante capturado tam­bién confesó. Señaló a los tres criminales que asesinaron al príncipe –sus cómplices– a los que convenció para que ejecutaran al joven esposo de la mujer que también amaba.

Los sicarios fueron apresa­dos. Abrumados, admitieron. La exprincesa viuda dejó de ser víctima para ser victi­maria. La justicia la acusa de ser quien incitó a su frustrado enamorado de la necesidad de asesinar a Raj. Vida, muerte, ilusión, deseo... pulsiones incrustadas en la condición humana, aunque “reyes y peones, al final de la partida, vuelven a la misma caja”.

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