• Por Karina Coleta
  • Profesora de la Fundação Dom Cabral, Brasil

La transición de la escuela al mundo laboral es uno de los hitos en el desarrollo humano. Señala independencia y autonomía, pero, sobre todo, la oportunidad de contribuir y participar activamente en la vida social. Sin embargo, en el grupo de edad de 15 a 24 años en América Latina y el Caribe, proyectado en alrededor de 660 millones de personas en 2024, existe una alta tasa de desempleo. En 2019, uno de cada cinco jóvenes no encontró empleo y esto, además de representar el triple de la media de la población adulta, fue el índice más alto en 20 años.

La dificultad de inserción en el mercado laboral abre puertas a un ciclo de informalidad, baja remuneración e impacto en la calidad de vida. Además, erosiona las habilidades y el conocimiento, reduciendo las perspectivas y generando un sentido de exclusión social y pérdida de propósito. El efecto en cascada de este problema aún intensifica un dato, ya alarmante, sobre la disposición futura. Según datos de la investigación The Mental State of the World, los jóvenes presentaron más quejas sobre la salud mental que la población en el grupo de edad entre 55 y 64 años. El análisis de la OCDE también llama la atención sobre los efectos del desempleo, inactividad y desaliento prolongados en los jóvenes, no solo en cuanto a la trayectoria profesional, sino en términos de salud mental.

Sin embargo, no se trata solo de insertar a los jóvenes en las organizaciones, sino de hacerlo de manera productiva, agregando oportunidades reales de desarrollo y contribución. La desconexión entre las calificaciones educativas y las demandas del mercado laboral conduce a la frustración y abandono de ambas partes. Por lo tanto, al incluir a los jóvenes en sus programas de aprendizaje, primer empleo o prácticas, las organizaciones pueden considerar dos acciones para favorecer el éxito.

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Establecer asociaciones estratégicas con instituciones educativas: para crear rutas de inserción productiva en el entorno de la organización que faciliten el proceso y generen los resultados esperados. Más allá de las capacitaciones técnicas relacionadas con el trabajo, existen habilidades que deben desarrollarse. Es necesario tener intencionalidad en la formación de las competencias requeridas para el mundo laboral y que, en realidad, se extienden más allá de este contexto. Hay evidencias de la relación entre el cultivo de habilidades cognitivas y socioemocionales y la obtención de resultados positivos, ya sea en el desempeño laboral, en la calidad de las interacciones o en la salud y el bienestar.

Implementar programas de mentoría: para conectar a jóvenes profesionales con mentores experimentados de la propia organización. Una vez más, entra en juego el aspecto de la intencionalidad. Este tipo de mentoría, además del apoyo, favorece el seguimiento efectivo de la adaptación, la promoción de ajustes, desarrollo de perspectivas y potenciales de actuación. Por lo tanto, contribuye no solo a la transición, sino también a la satisfacción y permanencia. La orientación más cercana por parte de un mentor de la empresa tiende a ser más efectiva en la transferencia de conocimiento, la rendición de cuentas y el entendimiento de las dificultades y necesidades personales del joven. Sin embargo, aunque el papel de los supervisores ya es una práctica común, la asociación educativa puede contribuir a guiarlos hacia los objetivos de aprendizaje. Estamos hablando de un desarrollo intencional y no incidental.

Para contribuir al establecimiento de buenas prácticas para la inserción productiva de jóvenes aprendices en las organizaciones, la siderúrgica Gerdau y la Fundação Dom Cabral lanzaron la iniciativa Brazil Enterprise Productivity & Inclusion Club, conocida como b-Epic (Sé Épico). Este programa busca transformar los tradicionales programas de jóvenes aprendices en proyectos estratégicos de formación, enfocándose no solo en el desarrollo de habilidades funcionales y socioemocionales, sino también en la oferta de mentoría para los supervisores de los participantes. Este enfoque integrado capacita a jóvenes de entre 18 y 24 años para ocupar puestos iniciales en las empresas con el objetivo de aumentar la productividad empresarial y promover la inclusión social de jóvenes. Esta es una de las formas en que las organizaciones pueden desempeñar un papel fundamental en la inclusión productiva de los jóvenes, brindándoles oportunidades de crecimiento profesional y personal, alineadas con las necesidades del mercado laboral contemporáneo.

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