Las tapas de los periódicos hace rato dejaron de ser el reflejo de las noticias para convertirse en la expresión de deseo de sus propietarios. Consecuentemente, los titulares se divorcian de su propio contenido. La sagaz observación es de un connotado colega y amigo de otro medio, por lo cual su nombre quedará guardado en un forzoso anonimato. Además, no solicité autorización para publicar, con identificación, el diálogo –es un decir– catártico y caótico de aquella tertulia durante la cual, en media hora, recorrimos la historia de la prensa de los últimos cuarenta años, donde el humor y las anécdotas más desopilantes fueron el hilo conductor, hasta que este compañero se puso serio y lanzó su certero apotegma.

Se han borrado los límites entre los hechos y la opinión. Se contamina la información –ya lo dije varias veces– con la línea editorial de la empresa con el deliberado propósito de confundir al lector, con porfiada contumacia. De eso hablamos, y de cuando los artículos de valoración crítica se sostenían por el peso de quien los firmaba.

La reflexión razonada retrocedió ante los latigazos del panfleto ligero. Esa desarticulación entre lo que es y lo que uno quiere que sea se impuso a la calidad y el equilibrio para dictaminar sobre los acontecimientos. La versión final se contrapone a la verdad y atropella a la realidad, la mayoría de las veces. Y la opción de recurrir a las redes sociales, como fuente alternativa de verificación de datos, tampoco es muy efectiva, considerando que están infestadas de los mismos vicios, y quizás peor, que los medios tradicionales. Por tanto, el público destinatario de estos mensajes debe tener la suficiente capacidad de discernimiento para aferrarse a una aproximación cierta de lo que efectivamente ocurre. Sin olvidar los fanatizados pros y contras que dividen las aguas desde hace décadas, creando espacios hostiles en una sociedad fragmentada por la intolerancia y la intransigencia cromática.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

El informe del presidente de la República, Santiago Peña, ante el Congreso de la Nación no fue la excepción de la regla. Tirios y troyanos se atrincheraron para la descalificación o el elogio. En esa disputa de características tribales, y encima antropófagos, la esencia del mensaje se perdió entre las brumas del sesgo y los subraya dos intencionados hacia los aspectos que consideraron negativos o de contradicciones aparentes. Los que ayer aplaudían los informes anuales de Fernando Lugo o de Mario Abdo Benítez, hoy son los recalcitrantes detractores de Peña. Y viceversa. Cambian los papeles, los personajes siguen siendo los mismos.

No existe nada más complicado que compaginar la escritura con la percepción de la gente. Sin entrar a analizar la pertinencia de los números, dos cuestiones son incontrastablemente significativas: la primera, la invitación a dicho acto a destacados miembros de la sociedad civil, y la otra, una actitud inédita en estas circunstancias: la autocrítica, en un ambiente donde sobresalen la soberbia, la arrogancia y la infatuada autosuficiencia.

El presidente termina pidiendo “la ayuda de cada uno de ustedes, de este Congreso y de todos los paraguayos” para enfrentar el desafío de encontrar respuestas a los “que aún no tienen sus necesidades básicas cubiertas”. Y el mismo Peña introduce el dedo en su propia llaga cuando afirma: “La inseguridad ciudadana es la más sentida, generalizada y cotidiana, y es la que más me preocupa. A pesar de los avances, no estoy satisfecho en absoluto y seré el primero en reconocer la legitimidad de los reclamos de la ciudadanía en este sentido”.

Y como un apartado especial hizo alusión a los grandes actos de corrupción durante el gobierno de Mario Abdo Benítez, principalmente, en tiempos de la pandemia, que, en esta misma columna, venimos apuntando desde hace meses. Pero esas denuncias no serán más que simples declaraciones líricas, si no se realiza una presentación formal, con suficientes convicciones jurídicas, ante la Fiscalía General del Estado. Sin consideraciones hacia nadie en particular. Especialmente, aquellos que fueron el mascarón de proa del latrocinio y estaban aplaudiendo a rabiar en primera fila. Buen provecho.

Déjanos tus comentarios en Voiz