Cuántas veces ya escuchamos o dijimos esta frase en tantas situaciones diferentes de nuestra vida. Ella es una de estas formulaciones magistrales de Jesús. Hasta los que querían ponerlo a prueba se quedaron maravillados con su respuesta. Más allá de las razones sociopolíticas que llevaron a Jesús a proclamar esta máxima, dejando contento a todos, queremos meditar sobre su sentido en nuestra vida actual. En la época de Jesús han quedado contentos los que creían que se deberían pagar fielmente los impuestos al Imperio Romano, pues efectivamente la moneda corriente tenía la marca de César; como aquellos que creían que el pueblo de Israel, liberado por Dios de Egipto, debía un tributo por la tierra y la producción solo a Dios mismo, sin tener que pagar nada al imperio extranjero.
Al final, corresponde a cada uno poder verificar qué cosas son del César y qué cosas son de Dios en nuestras vidas. Jesús hoy nos enseña que tenemos que saber discernir, tenemos que conocer las cosas para poder saber cuáles son de Dios y cuáles son del mundo. De hecho, este es un gran pro-blema en la vida de mucha gente actualmente: no saben lo que deben dar a Dios y tampoco lo que deben dar al mundo. Todos vivimos en una realidad social: una ciudad, un país, un gobierno y no podemos estar ajenos a todas estas cosas… debemos interesarnos, debe-mos colaborar al justo pro-greso de la humanidad. Todos nosotros tenemos cosas que pertenecen al “César” y debe-mos prestar cuentas a él. Negar esto sería una gran alienación. La sociedad civil, la política, el mundo de la cultura, la ecolo-gía, las finanzas… necesitan también de nuestra colabo-ración, de nuestra participa-ción. Mientras vivimos en este mundo, no podemos esquivar-nos de nuestras obligaciones
para con él, aun menos con la justificación de que somos per-sonas espirituales y no nos inte-resa lo material. Mientras no vivimos sin comer, sin estar en una sociedad, sin utilizar de bie-nes públicos, no podemos sim-plemente “lavarnos las manos” y decir: ¡esto no me interesa! Lo que tenemos que aprender es el modo cristiano de colaborar para el bien del mundo… y tene-mos que dar la parte que corres-ponde al “César” ya que Dios no quiere recibir lo que perte-nece al “César”. Por eso, todos los cristianos tienen la obliga-ción moral de colaborar para el bien del mundo: interesándose por la vida política, ayudando en proyectos de conservación de la naturaleza, participando en asociaciones vecinales, ilu-minando a los legisladores para que aprueben leyes justas y buenas… A veces me parece que exis-ten muchos cristianos que se olvidan de esto (lo que es muy triste) pues nuestra vocación se queda mutilada.
Sin embargo, también es ver-dad que infelizmente muchas personas se olvidan comple-tamente que no todo puede ser dado al “César”. Existen muchos que viven solamente en las cosas del mundo y con-sumen toda su vida con la polí-tica, con las asociaciones, con la cultura, con el trabajo, con las cuentas… y algunos hasta solo con cosas fútiles y completa-mente transitorias. Nadie debe-ría olvidarse que nuestra vida humana es mucho más que estas cosas mundanas. El hom-bre pierde el sentido de la vida cuando empieza a dar al “César” todo lo que tiene, incluso hasta las cosas que son de Dios: nues-tra alabanza, nuestra capaci-dad de amar, nuestra vocación, nuestra escucha… Existen personas que glorifi-can a hombres, actores, canto-res, políticos… le corren atrás, les imitan, les obedecen, les defienden como si fueran dio-ses, y dan a ellos lo que solo a Dios pertenece. Esto es una gran equivocación: ellos se transforman en ídolos y los ídolos siempre contaminan y destruyen nuestras vidas. Existen personas que gastan todo su tiempo, su inteligencia, sus capacidades solamente con las cosas del mundo y al final, aunque muy cansadas, están vacías pues se están disipando en cosas insignificantes. Hoy cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿estoy yo dando al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? ¿Cuál podría ser un crite-rio para no dejar a Dios sin su parte? Bueno, los consagrados decidieron dar la mayor parte de sus vidas a Dios, aunque no deben olvidar de un mínimo indispensable que deben tam-bién dar al “César”.
Para los demás cristianos, los laicos, creo que un buen criterio es aquel que encontramos en la Biblia: el diezmo, esto es, la décima parte. Todos los que están en el mundo, deben con-sagrar a Dios al menos diez por ciento de todas las cosas de la vida. O sea: no solo diez por ciento del salario debería estar destinado para la cari-dad, para las obras de la Igle-sia, para la evangelización sino que también –por lo menos– 10 % del tiempo debe ser desti-nado para la oración, para ir a la Iglesia, para participar de un grupo eclesial, para estudiar la Biblia, para visitar a los enfer-mos, para hacer voluntariado…; por los menos 10 % de la inteli-gencia debe ser destinada para hacer crecer las obras de Dios; por los menos 10 % de las ener-gías físicas deben ser consuma-das en el servicio a los demás; por los menos 10 % de nues-tra capacidad de amar debe-mos dar para aquellos que no son nuestros parientes y ami-gos, esto es, para los pobres, los enfermos, los marginados… Si hacemos esto, tengo la cer-teza de que nuestras vidas se transformarán radicalmente. Dios no exige que todos le den a él toda su vida, pero es muy celoso de su diezmo.
No dar a Dios al menos 10 % de todo lo que tenemos y somos, es robar a Dios y –por increíble que parezca– los únicos damnifica-dos con este robo somos noso-tros mismos. Es justamente este 10 % el que dará sentido a toda nuestra vida, el que nos permitirán saber que no somos esclavos del “César”. ¡Oh, mi Dios! enséñame en pri-mer lugar a saber lo que es del César y lo que es tuyo… y dame la generosidad de dar al César lo que le pertenece y a ti lo que es tuyo. El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te haga brillar su ros-tro y tenga misericordia de ti. El Señor vuelva su mirada cari-ñosa y te dé la PAZ.