• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La política es una ciencia bastardeada desde la improvisación temeraria, el análisis tendencioso y la crítica obnubilada por intereses, fanatismos o prejuicios. Es en tiempos electorales cuando los profesionales que ostentan títulos específicos o aproximados a esta disciplina nos inundan de opiniones con pretensiones de certeza absoluta. Ausentes de toda duda. Estos profetas de pronósticos fallidos no acumulan penitencia, por lo que periódicamente vuelven con el mismo arrojado entusiasmo a presagiar un escenario pintado con el color de sus inclinaciones partidarias (o sesgado por particulares aversiones), decretando una larga noche para unos y una resplandeciente luz auroral para otros. Sin los presupuestos de la objetividad que reclama la ciencia, por lo general, estas simples especulaciones no se corresponden con la realidad.

Pero a este error de origen hay que añadir que los insumos que proveen los medios de comunicación ya vienen contaminados con el falseamiento consciente de los datos y comentarios que envenenan la información. En la sumatoria de ambos hechos sobresale la intención de sugestionar al público, orientar su voto y lograr la alternancia en el poder, sin importar cómo ni con quién. En términos prácticos, significa desalojar del Gobierno a la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado.

Entonces, la razón lógica ya no es el instrumento de las reflexiones, sino el íntimo deseo de quien las manifiesta. Al despojarse de los argumentos del debido y necesario contexto, las proposiciones concluyen defectuosas. El irrespeto a los principios de cualquier campo del conocimiento sistematizado lleva irremediablemente a un salto al vacío. Al irresponsable panfleto.

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Los periódicos ya no son el aula de la alfabetización popular. Sus páginas han sufrido un lamentable deterioro en su enfoque de formación ciudadana. Lejos estamos de aquella época en que se analizaba la política desde su perspectiva ético-filosófica, del ser y el deber ser, ilustrando a los eternos aprendices –como es mi caso– mediante la pluma generosa y lúcida de Benjamín Arditi, Line Bareiro o Mario Ramos Reyes. Hoy apedreamos la noche esperando dar en el blanco.

Algunos comentaristas de diarios, montados a pelo de una fama fortuita y efímera, han descorchado sus opiniones como si fueran champán de fina etiqueta. Y solo permanecen las berretas burbujas de lo insípido. Y en el momento menos esperado el corcel dará una parada brusca para arrojar a su jinete al pavoroso olvido. Pavoroso para quienes no pueden construir una existencia más allá del rating y la aprobación de los demás. Así de ingrata es esta profesión. Solo la calidad resiste el paso destructor del tiempo. La mediocridad maquillada de talento se deteriora irremediablemente. Hasta desaparecer. Luego están los profesionales del embauque. Con ínfulas de prestidigitadores de la palabra que apenas pueden cocinar una infatuada polenta de letras. Y más atrás, los infaltables alumnos que sufren “del mal fatal del principiante escolar: el pedantismo dogmático con el infantil espíritu de la suficiencia y exclusivismo que lo caracteriza” (Pedro P. Peña, Convención Republicana del 25 de noviembre de 1912). Y, por último, un caso que extraña: respetados sociólogos, politólogos e historiadores, que han publicado libros con extremado celo por acercarse a la verdad, al momento de ser convocados por los diarios para un análisis de coyuntura, por prejuicios o preferencias, tienen una desafinada puntería. Es para estudiar esa rara disociación intelectual entre lo que se escribe y se dice.

El imperialismo cultural también alzó su periscopio para reforzar la agenda de la alternancia. Previamente operó su faceta política, con idéntico objetivo, a través del Departamento de Estado, primero, y del Departamento del Tesoro, después, cuyos informes y sanciones eran retransmitidos en grotescas parodias de conferencias de prensa por el embajador de los Estados Unidos de América en Paraguay, para algazara de los vasallos del neocolonialismo impulsado desde el Norte. Volviendo al punto de inicio de este párrafo, grandes medios de comunicación y periodistas de EE. UU. y Brasil declararon la necesidad de que se imponga la Concertación Nacional en las elecciones generales del reciente 30 de abril, aunque sus indicadores fueron tan inconsistentes como deliberadamente parcelados. Hasta una calificadora de riesgo, la agencia internacional Fitch Solutions, se atrevió a sentenciar que Santiago Peña, candidato de un “debilitado Partido Colorado”, será derrotado por Efraín Alegre, de la Concertación Nacional, aunque por un estrecho margen. No efectuó estas consideraciones en tono condicional, sino categórico. Pero como el error es impune, todos ellos seguirán desarrollando novedosas o repetidas hipótesis sobre el proceso político de nuestro país, aunque sin ningún sustento real que pueda validar sus antojadizas inferencias.

De hecho, aun antes de la proclamación oficial del nuevo presidente de la República, los agoreros del apocalipsis, de los nuestros y los ajenos, ya están diseñando un futuro sombrío para el país. Las presuntuosas proyecciones de los que creen que saben todo no pasan de la categoría de propaganda, despojadas, naturalmente, de la rigurosidad que demandan los análisis serios. Los que más insisten son aquellos que durante los últimos años fueron silenciosos cómplices de un gobierno inficionado de corrupción en grado de metástasis. En estas condiciones se vuelve complicado aplicar los métodos de la ciencia para entender nuestra política. Alguien, con suficiente capacidad y honestidad intelectual, debería retomar el viejo camino de enseñar con autoridad para que todos aprendamos. El resto es pura cháchara. Insufrible cháchara. Y empalagosa arrogancia que –como lo leí en algún lugar– es el talón de Aquiles de los mediocres. Buen provecho.

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