Por DR. MIGUEL ÁNGEL VELÁZQUEZ (Dr. Mime)

Cuando de gustos se trata, los niños siempre nos recuerdan a Mafalda, el entrañable personaje de Quino, quien odiaba dos cosas en su vida: las injusticias… y la sopa. La eterna lucha de las madres para que sus hijos pequeños consuman sopas, caldos o verduras en cualquiera de sus formas es una realidad que pocas madres desconocen. Pero esto no es todo: los niños también toman las comidas como un terreno de experimentación personal, donde de nada sirven las amenazas o los retos cuando se trata de elegir comida “saludable, pero no rica” o cuando se les pide que no coman con las manos. ¿Por qué sucede esto? La próxima vez que sus hijos intenten hacer un berrinche a la hora de comer, tengan en cuenta que sus sistemas nerviosos, aún en desarrollo, replican simplemente lo que durante toda la evolución ha hecho el hombre para seleccionar su alimento. ¿Qué hacía el homo sapiens para esto? Lo probaba, despreciando lo amargo y ácido de las hierbas que recolectaba (y que aún hoy persiste en la memoria de los humanos en las verduras levemente amargas) a cambio de lo dulce, graso y proteico, que le garantizaba no solo una alimentación que le serviría, sino también el evitar alimentos que podían envenenarlo. Lo manoseaba, buscándole espinas, semillas, o cualquier elemento que pudiera dañarle el paladar o el tubo digestivo al deglutirlo. Esta predisposición genética aseguraba la sobrevivencia hace miles de años, y como vemos, aún continúan influyendo en nuestro comportamiento. ¿Quién de nosotros de niño no se quedó pensativo ante un plato de verdes hojas, e incluso (como en mi caso) aceptó soportar estoicamente cualquier castigo para no comérselas? Eso que nuestros padres consideraban un signo de rebeldía, no es más que un rechazo inconsciente asociado a estímulos que heredamos desde nuestros antecesores en la tierra.

Por todas estas razones de explicación genética es que los niños de hoy prefieren hundir sus narices en la hamburguesa “Mac King” más grande (que dicho sea de paso, nunca es como la de la foto), y que no son otra cosa que una bomba calórica sin sentido, pero que miles de años atrás le aseguraba la energía necesaria para poder huir de un tigre o pasar horas enteras al acecho de sus presas sin comer. Por eso, desarrollaron una serie de premisas que heredamos en la impronta genética: comer alimentos que garanticen la supervivencia, ricos en energía y de preferencia dulces, comer los alimentos conocidos y evitar los amargos, probar solo una porción si se desconoce el alimento, comer solo lo que los progenitores, hermanos y entorno saborean, y evitar los alimentos que hayan dañado alguna vez la digestión. ¿Le parece esto conocido? Claro que sí: lo hacemos desde que nacimos.

El hecho de comer rápido es algo que mi esposa también me critica ácidamente. Pese a que me encantan los menús por pasos (esos donde te sirven quinientos platos con una microscópica porción de comida en cada uno) donde saboreo gustoso cada uno de ellos; sin embargo, soy de los que comen rápido. Cuando ella lea este párrafo, se dará cuenta de que cuando como apurado, solo le hago caso a mi impronta genética, ya que el hombre de antaño debía engullir lo más rápido posible su comida aprovechando los momentos de tranquilidad, ya que no sabía cuánto podrían durar estos hasta que apareciera el siguiente tigre del cual huir. Las cadenas de comida rápida conocen de memoria nuestra impronta genética respecto a la alimentación, por eso nos ofrecen menús rápidos de alto contenido calórico que se consumen muchas veces “de a pie” o “de paso”, y de preferencia respecto a lo que se conoce como “comida saludable”. Bueno, no hay que ir muy lejos: de allí el nombre de “fast food”.

Hoy sabemos que Mafalda tenía razón. No nos gusta lo que sabemos que no es calórico y es amargo, porque nuestra memoria genética lo toma como no útil. Por eso, hasta para comer estamos DE LA CABEZA, porque todo tiene su explicación en el apasionante mundo de las Neurociencias. Nos leemos en siete días.

Etiquetas: #Mafalda#razón

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