La etimología de la palabra “arrepentimiento” es metanoia en griego. Es una familia de palabras que, entre otras cosas, quiere decir: “cambio de mentalidad”. No se trata tanto de “penitencia” ni “remordimiento” sino de cambio de vida.

Juan el Bautista centró su mensaje en esta palabra: “Arrepentíos, porque el Reino de los cielos se ha acercado” (Mt 3.2). Después aparece Jesús con el mismo mensaje: “…arrepentíos y creed en el evangelio” (Mr1.15).

Cuando el apóstol Pedro predicó en el pórtico de Salomón dijo: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio…” (Hch 3.19,20).

Los apóstoles Pedro y Juan hablan con los principales sacerdotes y les informan de los planes de Dios con Israel a través del Mesías anunciado: “A éste (Jesús), Dios lo ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch 5.31).

El apóstol Pablo, después de haber tenido un encuentro con el Señor Jesucristo camino a Damasco, en Hechos 9, recibe instrucciones precisas de Dios en cuanto a cuál sería su mensaje y predicación. Podemos leer Hechos 26.15-20, y ver que en el verso 20 dice: “Sino que anuncié… que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento”.

Con estas referencias podemos ver que es una palabra crucial para el verdadero cristiano y, por lo tanto, tenemos que entender bien de qué se trata.

Mi mentalidad con respecto al matrimonio antes de hacerme cristiano y lo que yo pensaba con respecto a ese tema años atrás, cambió de una manera tan radical que ya no quedan vestigios de esa forma de pensar del matrimonio.

Mi mentalidad era no casarme, no comprometerme ni envejecer al lado de una misma mujer, pues no veía conveniencia en una vida así. Pensaba de esa forma, no porque no haya tenido un buen ejemplo en mi familia sino porque mi círculo de amigos puso paradigmas errados en mi mente. Ellos decían: “El matrimonio es un mal necesario”, “el compromiso matrimonial apaga la llama de la pasión”, “es el cementerio del amor”, y cosas así.

Así crecí en mi adolescencia, con esa mentalidad y paradigma de pensamiento errado. Estaba tan convencido de que era lo más conveniente, que creía que esa mentira era verdad.

Cuando empecé a asistir a una iglesia, cambiar de círculos, leer la Biblia y conocer sus principios sobre este tema, llegué a cambiar tanto mi manera de pensar que mis ideas sobre el matrimonio ahora son totalmente contrarias a las de años atrás.

Creo en la unión “hasta que la muerte los separe” entre un hombre y una mujer, creo en la fidelidad conyugal, creo que la mejor manera de vivir es la de estar casado y desarrollarme como persona junto a una mujer que me amó tanto y se comprometió conmigo al punto de decidir pasar el resto de su vida a mi lado. Considero tan digno ese pacto que creo que es la mejor forma de vivir y el camino más seguro de alcanzar la plenitud como persona.

Estoy tan convencido de ello que –literalmente– tengo otra mentalidad con respecto a esto, al punto tal que si alguien que me oía hablar años atrás sobre este tema me oye ahora, diría que soy otra persona.

Eso es estar arrepentido de mi anterior manera de pensar, no porque tenga remordimiento o porque hice alguna penitencia, sino porque “cambié de mentalidad”.

“No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto”. Romanos 12.2 (DHH).

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