• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Banalidad del mal llamó la filósofa Hannah Arendt a esa actitud, tan humana, y tan vil, de “familiarizarse” con el mal, viviendo como si nada ocurriera. Esa es la impresión que me causó leyendo una resolución, ya hace algunos días, de la Unión Europea sobre el aborto como derecho humano. La noticia no me sorprendió pues sigue el modelo actual de las democracias constitucionales liberales. Aunque ese afán, paradójicamente, socava sus principios fundantes. Tal vez, para el lector crítico, mis afirmaciones no dejarán de ser exageradas y alarmistas: hablo del aborto como mal, y de supresión de libertades después de todo.

Pero si uno sigue la marcha de las democracias liberales actuales, verá que mi exageración no es tal. El número de abortos está entre los miles. Y su efecto cultural ya no es mera fantasía. Es la copa de veneno –como lo advirtiera el filósofo canadiense George Grant (1918-1988) hace algunos años– que se lleva a los labios el liberalismo. ¿Por qué? Porque el liberalismo buscará la supresión del derecho a la libertad de conciencia, esto es, el seguir las propias convicciones, para imponerlo más fácilmente. ¿Y qué es más liberal que la libertad de conciencia?

Recapitulemos. Los miembros del Parlamento Europeo votaron en mayoría, hace unos días, una resolución que declara al aborto como derecho humano. Y como tal, lo equipara como un procedimiento esencial, lo que conlleva la supresión de los derechos de conciencia de médicos que se nieguen a prestarlo. Si bien la resolución no es vinculante, es una llamada para los “antiderechos”, intentando ponerlos fuera de la ley. ¿Cómo se podría entender todo esto?

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DE LO LIBERAL A LO LIBERTARIO

Comenzar con John Stuart Mill (1806-1873) es imprescindible. Este filósofo liberal inglés sentó las bases del principio del daño: el poder solamente se puede ejercer contra la voluntad de otro, legítimamente, para evitar algún daño. Aunque sobre la persona de uno mismo, sobre el propio cuerpo y mente –agregó–, la persona es soberana. Este respeto a la libertad es lo que hace civilizada a una comunidad. Para Mill, esta autonomía es absoluta. La intimidad es inviolable. Todo esto se plasmó en varios cuerpos constitucionales de América Latina, como el derecho que reza que conductas privadas, en tanto no afecten al orden público o los intereses de un tercero, o la moral pública –como dirían otros– están exentas de la autoridad pública.

¿PERO QUÉ TIENE QUE VER ESTO CON LO REFERIDO AL ABORTO?

Mucho. El principio de Mill ha dado cabida a la justificación liberal –libertaria (y progresista)– del aborto: el derecho de una madre de hacerlo, preferentemente, en los primeros meses de embarazo. Sería una acción, se argumenta, que no ofendería al orden, ni perjudicaría a terceros. Por lo tanto, no debe estar sujeta a ninguna autoridad o pena.

El que nadie deba forzar a otro a hacer o no hacer algo porque cree que será mejor de esa manera. O bien, porque la sociedad cree que sería lo correcto. En un contexto anglosajón, esto se nota de manera explícita, en el célere fallo que ratificara el aborto de Roe vs Wade (1973), como fue el caso Casey v. Planned Parenhood (1992), en los Estados Unidos, y donde se afirma que el “corazón de la libertad es el derecho a definir el propio concepto de existencia, de significado, del universo y del misterio de la vida humana”. El individuo se define a sí mismo. Punto.

DE LO LIBERTARIO A LO ESTATAL

Pero si el ciudadano es libre de decidir su derecho de abortar en tanto no afecte a terceros –como sería una lectura libertaria del principio de Mill– otra interpretación, también liberal pero más pluralista, debería permitir el debate previo sobre si el embrión o feto constituyera un ser humano. De si el estatuto moral y biológico del embrión, o feto, hace del aborto un verdadero derecho. O una violación del mismo. Por supuesto, para esto, habría que zanjar la disputa vía ciencia o en sede filosófica, sobre lo que constituye un ser humano. Así, algunos liberales por lo menos pueden favorecer la humanidad del nasciturus y concluir que, por lo tanto, el aborto es contrario a derecho.

Pero aquí ocurre una cosa curiosa. La decisión respecto a la condición del embrión está decidida de antemano. Existe una constitución no escrita de políticos, y de una gran élite gobernante, nacional e internacional, que soslayan los datos empíricos, o la información genética, y concluyen de antemano que es apenas “tejido”, “parte de la madre”, “parásito”, “vida potencial”, “grupos de células”, etcétera. ¿Qué conlleva esto? Que los principios de autonomía o libertad, aparentemente neutros en Mill, requieren un lenguaje más positivo. Que como no hay ese “otro”, o “alguien más” en el aborto, este se debe convertir en un bien, un valor familiar, el orgullo y valentía de mujeres libres e independientes. Eso explica, en parte, en lo que hoy desembocamos: el aborto como derecho humano.

EL SUICIDIO LIBERAL

Con ello se colige que no solamente debe ser un acto neutro protegido por el Estado, que ya lo es en varias legislaciones. Quiere ir más allá. Es una realidad “buena”. De la connotación de mera neutralidad se pasa a la positividad del acto, pues, después de todo, un derecho reclama el deseo de algo “bueno”. Y eso, aunque la razón pública de las democracias liberales rechaza eso del “bien”. Pero si el aborto es derecho humano, y con ello no solamente se redefine legislativamente lo que es humano –asunto delicado que no puedo entrar a opinar acá– lo delicado es la amenaza que este nuevo derecho supone a las libertades. Es, dicho sin rodeos, una amenaza totalitaria.

Me explico. Proponer una ley de aborto, y aún más, convertirla en un derecho, con la posibilidad –casi seguro– que el mismo sea un servicio gratuito y obligatorio impuesto desde los Estados, sin reconocer la objeción de conciencia de un profesional que se niega a practicarlo, es totalitario. Es el sueño mussoliniano de nada fuera del Estado, todo dentro del Estado, nada contra el Estado. La libertad de pensamiento, de asociación, y la libertad religiosa, relegadas al desván oscuro de las reliquias jurídico-democráticas. Es la copa de veneno que el liberal se ha llevado a los labios, parafraseando de nuevo a Grant.

Pero queda algo más. Para terminar. Y es el movimiento sísmico que todo esto acarrea al lenguaje. Y no solo al de la moral que ya está en grave desorden, sino al jurídico-político. Vivimos de las ruinas de lo que alguna vez tenía sentido en una democracia liberal. Ya pronto, muchos, dejarán de hablar de lo humano de los derechos humanos. Elegirán, tal vez, lo de derechos estatales o fundamentales. Para esta nueva narrativa sería, trágicamente, más idóneo: el aborto como derecho humano será el paso previo para los derechos fundamentales sin más de un transhumanismo global.

Del de los animales, de los robots, y lo demás. Y en donde, los Estados y las comunidades, al haber desaparecido los vestigios de libertad de conciencia, asociación religiosa, o dignidad humana –concepto estúpido en este momento para algunos iluminados– forzarán al resto a un pensamiento único. Y aquellos reacios a aceptar la nueva cultura serán pasibles de los nuevos delitos de discriminación elaborados por los algoritmos de la ideología de la nueva tierra prometida. Creo que, de haber visto todo esto, Mill le habría dado razón a Grant: tienes razón, envenenaron mi intención- le diría. Pero de eso, no tengo certeza. Es apenas una expresión de deseos, para olvidarme de la banalidad del mal. Algo que a casi nadie ya le importa.

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