DESDE MI MUNDO

  • Por Mariano Nin
  • Columnista

Con solo escuchar Miami me vienen imágenes de playa, sol y alegría.

El esplendor de la ciudad radiante del eterno verano, Miami Beach, con su arena blanca y hoteles de lujo, hace difícil imaginar que hace mucho, mucho tiempo, fue un inhóspito terreno pantanoso. Pero no voy a hablarles de historia. Solo lo leí en algún lado.

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Pero lejos del mar y las fiestas, la noticia cayó como una helada lluvia de otoño.

Por causas que hasta ahora se desconocen, el ala noreste del edificio Champlain Towers, que había sido inaugurado en 1981 y que contaba con 136 apartamentos, se derrumbó en 12 segundos, a la 1:30 del jueves 24 de junio, cuando todos dormían.

La noticia llegó como una más. Los noticieros del mundo retransmitieron el suceso que inmediatamente recordaba lo sucedido con las torres gemelas en el 2001.

Pero no, no fue un atentado.

Y sin embargo, aunque lejana, la tragedia nos iba a tocar a todos. Seis paraguayos se encontraban entre los desaparecidos del siniestro.

Pronto se supo que se trataba de la hermana de la primera dama, sus hijos, su marido y una joven que trabajaba con ellos. El suceso no solo enlutaba a la familia presidencial, sino también a la familia de Lady Luna Villalba, una joven del interior, estudiante de enfermería, a quien el destino le hizo una mala jugada.

Trascendió que la joven había tomado el lugar de su hermana para poder ganar un dinero extra para sus estudios.

A veces el futuro se muestra frustrado, impredecible como la vida misma.

La noticia tomó las redes sociales, trascendieron los nombres y sus estatus, entonces las reacciones sacaron lo peor de la gente.

Muchos se alegraron, otros hablaron de revancha divina y algunos de castigo, y sentí una profunda pena. ¿Quién podría alegrarse con semejante tragedia? ¿Qué mente retorcida pensaría que lo merecían? No. No tiene que ver con el Gobierno, ni con la gente. Son familias como la tuya o la mía unidas en el amor y destrozadas por un terrible accidente.

Pienso que la pandemia tendría que haber sacado lo mejor de nosotros. Tanto tiempo reprimidos debería habernos obligado a pensar qué hicimos mal, qué podemos cambiar y qué rectificar.

Pasamos momentos difíciles en los que nuestras familias fueron nuestro sostén, nuestra fortaleza, nuestras esperanzas. Y sin embargo muchos se volvieron intolerantes, amargados y rencorosos.

No somos mejores personas si no nos conmueve el dolor ajeno. Lo deberíamos haber aprendido. Si tantas víctimas no nos hacen mejores personas, entonces somos igual a aquello que aborrecemos.

Hoy me permito dentro de mis críticas tomarme un tiempo de reflexión y sentir el dolor ajeno. Ese mismo dolor que sienten las miles de personas que perdieron a sus seres queridos en cualquiera que haya sido la situación.

Hoy, invadido por un luto emocional, me permito mirar al cielo y dentro de todo tener esperanzas.

Y elevo una oración, al Dios que sea, por la resignación o la esperanza.

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