• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Estado de derecho y democracia. Democracia constitucional y República. Todo parece estar a merced de gobiernos que, en uso legal, deciden qué hacer en un momento de crisis. Como el de una pandemia. No importa dónde fuese: Paraguay, Argentina, El Salvador, Francia. La democracia constitucional invoca su representatividad para decidir qué es esencial y qué no. Y decreta sus decisiones. Pero, uno se pregunta, ¿y las libertades? Las libertades republicanas, civiles y políticas. Cada vez que observo las restricciones de dichas libertades, y de derechos fundamentales de forma abrupta, hasta arbitrariamente, por gobiernos constitucionales democráticos, me vienen a la mente las ideas de Carl Schmitt. Sus ideas políticas. El fantasma de su visión distorsionada de la democracia. Después de todo, los gobiernos de este mundo posmoderno son tan irracionales en sus disposiciones que casi coinciden con la hipótesis del jurista alemán: la de que la democracia puede, y debe, ser “maleable”, pues, en última instancia, se identifica con el poder. Pero, ¿es tan así? ¿No será un poco exagerado?

Carl Schmitt (1888–1985), jurista y filósofo alemán, fue uno de los más severos críticos de la democracia liberal parlamentaria del siglo veinte. Sobre todo, la de Weimar, en la Alemania de los años veinte de ese siglo. Crítica que abrió paso, años más tarde, al fascismo de Hitler en cuyo partido militó, por lo menos hasta 1936, cuando fue expulsado. La modernidad liberal democrática, sostiene Schmitt, no es sino una ilusión que enmascara la verdadera realidad: la voluntad del poder. Más cercano a Nietzsche que a Hobbes, Schmitt sostenía que un régimen político se debe fundar en una realidad preconstitucional que no es algo racional, sino cuasi religioso. Como los posmodernos actuales: la racionalidad universal no existe. Los que invocan principios de la democracia constitucional son ilusos (e ineficientes), pues: ¿cómo saber cuáles de esos principios son verdaderos y cuáles no? Buscar un fundamento es fútil, pues al final, todo argumento se funda en un hecho primigenio, donde todo es negociable. Y lo es, puesto que la política es vital y es ella la que establece la situación excepcional, donde el derecho es mera excusa de la arbitrariedad.

TODO ES POLÍTICA, NO DERECHO

Veamos lo primero: la política. Para Schmitt, esta surge de algo anterior al derecho. Nace de algo trascendente, existencial, que impulsa a convivir. Este ímpetu, o fuerza, no obstante, puede ser “legitimada”, o mejor, legalizada. No es la economía, ni la cultura la que rige lo social. Tampoco es el derecho. En “El concepto de lo político”(1927), insiste en que es la política la que dispensa su carácter a lo social. Consiste en la energía que decide y que, en sí misma, no tiene justificación “racional”. Política se define frente al otro, es supervivencia, frente al enemigo. Es lo que el soberano decide. Creer que el fundamento de una sociedad sea algo verdadero, permanente, alguna forma de derecho natural, o bien Dios, es, para Schmitt pura mitología. O como sostiene de forma enigmática: política es la fuerza que posee aquel que decide la “excepción.” ¿Qué significa esto?

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Significa que la política es mando, capacidad de decisión, no mera deliberación. Democracia es poder. No hay argumentación lógica que justifique un Estado constitucional democrático, sino que, al final y al fondo, todo descansa en la fuerza. Y la “representatividad” solamente oculta esa realidad. La del poder soberano que decide una situación de emergencia, de excepción. Como la de una catástrofe sanitaria. ¿Quién ejerce ese poder? El Ejecutivo. Así, la facultad del que administra no solamente decide la situación, sino que decide cómo afrontarla. Es soberanía política, pues la existencia humana está en riesgo. ¿Y la ley y las libertades? Simplemente una fachada que, mediante cierta normatividad, obstaculizan lo único que cuenta: el poder. El poder que permite y que el Estado cuida.

EL PODER SE EJERCE SIN MÁS

Un segundo aspecto: el del control. La política alguien debe decidir. Es el soberano. Es una visión casi sagrada, pero sin Dios, y ya en su “Teología política” (1922), adelantaba esa pregunta. Toda lucha política es, después de todo, de sobrevivencia. De amigos y enemigos. ¿Quién controla al controlador? De nuevo, al soberano no lo controla nadie. Y si se les pide a los parlamentarios que debatan una decisión para controlarlo –dirá Schmitt con sorna– formarán una comisión de estudio que no resolverá nada, incapaces de decidir quién es culpable, si Barrabás o Cristo. La democracia republicana aparece así como ineficiente, corrupta, como lo expone en su “Las crisis de la democracia parlamentaria” (1923).

PERO SCHMITT, LAMENTABLEMENTE, NO ESTÁ SOLO

Las oleadas totalitarias de las primeras épocas del siglo veinte, de Europa a América Latina, o bien toman algunas de sus ideas o bien se nutren de las mismas fuentes. El fascismo o los fascismos –de Mussolini a Sorel, como doctrina “espiritual y mística” de la nación– asumirá su crítica a las democracias liberales “huecas”. Pero también los marxismos que, en la lucha Stalin-Trotsky solo se resuelven, últimamente, con la eliminación física del enemigo. El poder se ejerce, con violencia o con mayorías. O ambas cosas. Da lo mismo. Es que este se identifica con la política. El derecho no puede ser el controlador de algo que es su fundamento.

EL DESLIZ ARBITRARIO

El deslizamiento de varias democracias constitucionales actuales hacia regímenes filo schmittianos es llamativo. No sugiero que se han inspirado en él directamente –hoy muchos juristas carecen de cultura filosófica para tal cosa– pero sí, en su desdén de los principios permanentes de un Estado de derecho. Siguen a un oportunismo e incapacidad política de graves consecuencias. Sin mucha transparencia y alejados de toda deliberación ciudadana, el soberano hoy, apura el paso. Limita libertades, suspende derechos con decretos de urgente necesidad. Aprovechando la irracionalidad y emotivismo posmoderno, como todo en este siglo veintiuno, estos gobiernos se mueven de manera sutil, casi callada, arropada en justificaciones legales-arbitrarias.

Arbitrariedad pues al agredir a la razón y al sentido común, emanan decisiones injustas, aunque las invoquen en algunos casos en el marco del orden legal. Es que no siempre lo arbitrario-legal es justo. Ni garantiza las libertades básicas. O protege el bien común. Hoy, el problema de las decisiones en la pandemia creo, provoca la pregunta por el papel del derecho y la constitución. Ver: https://www.lanacion.com.py/columnistas/2020/05/10/para-que-una-constitucion/. Los gobiernos, en su arbitrariedad, crean enemigos, y no debaten con sus ciudadanos. Y deciden, sin chistar, qué es “lo esencial” dejando, presumo, “lo accidental” conforme al que manda. Se respaldan en lo que Schmitt sostenía: el poder de decidir. Sin más. Sin consultas. Pero es ese, realmente, un Estado constitucional democrático; y, sobre todo, ¿republicano? El célebre cientista político Robert Dahl sostenía que, si una democracia como gobierno del pueblo no está sostenida por el juicio deliberativo de los ciudadanos, el sistema se desvía, poco a poco, hacia un régimen de “tutelaje”, donde ciertos grupos o élites controlarán el poder. Y con ello, avanza el control del Estado sobre la sociedad civil. Hoy, con la vigilancia de la información por parte de los grandes conglomerados, ese no es un peligro inocente. Para evitar esa indeseada democracia constitucional “arbitraria”, las ideas de Carl Schmitt, creo, pueden ayudar a pensar.

Déjanos tus comentarios en Voiz