• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El estilo de conducción del presidente de la República podría encuadrarse dentro de lo descrito como poder sin autoridad. Hoy, en su gobierno, a la luz de los hechos objetivos, es complicado detectar quién posee el bastón de mando. Sobre todo, en el discurso, que es lo más parecido a una Torre de Babel.

Pero a diferencia de aquel relato bíblico en que la soberbia derivó en varios idiomas que impedían el entendimiento humano, en este caso cada uno asume deliberadamente su propio lenguaje, por encima, incluso, del mensaje del jefe de Estado, sin ignorar que este pueda resultar, a propósito, superficial o aparente. Absolutamente trivial respecto al contenido “latente o profundo” que es verbalizado por otros mensajeros. Aunque en este escenario es difícil establecer un análisis de contenido, sí puede apreciarse en una primera lectura la falta de sinceridad del emisor central.

Sin ese requisito previo, el análisis de efectos, o de impacto en la sociedad, queda sin evaluación posible. Concluyendo, la comunicación de gobierno es inexistente, porque permanentemente colisiona entre lo que se dice y lo que verdaderamente se piensa y siente, que también son expuestos, ya lo dijimos, por referentes íntimamente ligados al señor Abdo Benítez.

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Un estilo similar tenía el general Higinio Morínigo, pero en otro contexto histórico. “Su vieja artimaña era no intervenir en una confrontación de mandos inferiores” (Ashwell, 2007). Aquel 9 de junio de 1946, desde la comodidad de Mburuvicha Róga recibía los reportes del enfrentamiento a cañonazos entre divisiones de la Caballería, hasta que finalmente el teniente coronel Enrique Jiménez obliga al comandante Victoriano Benítez Vera a refugiarse en una embajada. Terminaba así las pretensiones de Benítez Vera de fundar el Partido Laborista en nuestro país, inspirado en el peronismo. Para el dictador “no era sino otra crisis militar y solo esperaba el desenlace para apoyar al vencedor”. Y así, efectivamente, lo hizo.

Ya en democracia, fue también el estilo de liderazgo –de alguna forma hay que definirlo– de Fernando Lugo. Hubo un conocido cuan escandaloso episodio en que sus ministros de Hacienda y de Agricultura se sacaron las entrañas en público, con puñales de doble filo, ante la mirada impasible del ex obispo convertido en presidente de la República. Fiel a su condición de “boca de poncho” se mantuvo en el medio, sin poner orden a la situación. Permitió, además, que el entonces secretario general de la Presidencia interpelara y emplazara al vicepresidente de la República, resumiendo que “no estaban satisfechos con su trabajo”, puntualmente en el relacionamiento con el Congreso de la Nación. Era lo que Lugo pensaba, pero otro lo decía. Igual que hoy. La razón andaba perdida (igual que hoy) en los pasillos del Palacio de López y la jerarquía institucional cabeza hacia abajo (igual que hoy).

Sobre esa misma línea camina el actual mandatario, para quien el consenso partidario nunca fue una opción real, apenas una extensión para prolongar la agonía de su criticada gestión, aplazada –principalmente por la corrupción– en la opinión prácticamente unánime de la gente. Solo quienes han optado por la propaganda en reemplazo de la valoración crítica han concedido notas de aprobación al Ejecutivo. Que, en el fondo, no es otra cosa que otorgarse buenas calificaciones a sí mismos.

La aceptación explícita del señor Abdo Benítez para armar el proyecto de unidad que apuntara a una concordia entre los colorados para las elecciones municipales de este año, incluyendo las internas partidarias de junio, se desmoronó rápidamente en la práctica con las primeras intervenciones públicas de sus colaboradores más influyentes desconociendo y ridiculizando el acordado consenso. Lo que provocó, incluso, un altercado atizado de sarcasmos en un acto oficial entre dos hombres cercanos al Presidente.

En la estructura palaciega, el secretario general es el vocero oficial. Lo que él diga tiene la anuencia, o debería tenerla, del jefe de Estado. Es su otro rostro. El Gobierno, internamente, es un espacio donde las divergencias se resuelven en privado y las coincidencias se exponen en público. Los desaforados y abiertos ataques de este alto funcionario a los aliados electorales, en teoría, de su jefe, y al proyecto mismo, tienen solo dos interpretaciones posibles: a) el Presidente está de acuerdo y le hace decir a otro lo que él no se anima; o b) este vocero tiene una autonomía política que lo pone por encima de la autoridad del Presidente, por razones que no sabremos por ahora. En ambos casos, el liderazgo del señor Mario Abdo es más caricaturesco de lo que creíamos. Solo que en vez de alegrarnos la vida nos condena a la desgracia de una minoría que se enriquece obscenamente a costa del padecimiento de miles. Nuestro repetido ciclo de infortunios y de cinismo.

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