Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

A la fe cristiana no se la puede captar en un concepto. O algún juicio o razonamiento. Son insuficientes. Y por lo mismo, no se reduce a un discurso moral, por más elocuente que pudiere ser un predicador. Menos aún, se piense que es mero relato. Estas afirmaciones, para muchos cristianos formados en la racionalidad de lo moderno, pero tampoco no creyentes fieles a la irracionalidad de lo posmoderno, puede sonar a puro palabrerío. La fe es racional y es acerca de la moral, protestarán. Pensemos un momento. La soledad, dolor, enfermedad, muerte, han sido experiencias concretas, este año. ¿Cómo podría sonar racional el cristianismo a alguien que ha perdido seres queridos, y ni siquiera permitido sentir a sus muertos? Lo racional sería, por contrario, rumiar, que el cristianismo se ha agotado. Aquello de que la fe se la consigue con ideas claras, o con prácticas piadosas, o pensando correctamente los conceptos, no sería de mucha ayuda. Podría enredar más.

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Además, en estas circunstancias, no se siente que Dios acompaña. No hay mucho consuelo. El sentirse bien –psicológica, espiritualmente– esa función terapéutica del cristianismo, incluso si estamos confinados, aislados o enfermos, tampoco parece haber resultado mucho. Esta queja posmoderna, sin duda, parece herir una cuerda en la sinfonía de la realidad cuya partitura no compone una melodía de esperanza. Y entonces, ¿qué es lo que esperamos este adviento cuando ni la racionalidad ni los sentimientos revelan nada?

LA LÓGICA

¡Explíqueme profesor, demuéstreme a Dios! –oí decir recién a un amigo–. ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Es la muerte el final? ¿Hay algo más allá del universo? Lo primero que nuestra razón recurre es a sí misma, la lógica. Pide cuentas al destino. Clama. No se puede escapar al inherente sentido religioso. Dios es la eterna pregunta, aunque –advierten muchos– no creer en él. O no pueden. Es la actitud, comprensible de la persona moderna, marcada por una racionalidad, lógica, instrumental. Es el pienso, luego existo cartesiano.

La razón deviene en la herramienta exclusiva para dar cuenta de las cosas. Medirlas, pesarlas, describirlas. Claro, topándose con lo intangible divino, no sirve de mucho. O si lo hace, muestra el más acá, el universo. Es el esfuerzo inútil en la tradición ilustrada, de Kant a Hegel, de explicar la racionalidad de Dios. Es la ambición, también de muchos cristianos, de querer “robar” su existencia. Pero ese Dios como un objeto –cosa en sí, un esencia eterna– se resbala de la lógica de la razón. El ser humano busca, pregunta y quiere abrir la puerta de la realidad última con la llave equivocada: reducir todo a pura lógica.

LO ABSURDO

Y así, la reacción contraria no podría ser más reveladora, hasta lúcida. De qué racionalidad se podría hablar si mirando alrededor solo se topa con sinsentidos. La gente se está muriendo, desempleo, miseria. Díganle a su dios que pare la pandemia, se quejaba hace un tiempo un conocido periodista. La palabra absurdo aquí es más que oportuna. Absurdo –ab, surdus–, imposibilidad de escucha. Alguien, que debería evitar ese sinsentido, guarda un insoportable silencio. No se lo siente. Luego no existe.

¿Cómo es que un dios, omnipotente y justo, permite el dolor y la muerte de inocentes? “Usted sabe que era inocente”, exclama, apesadumbrado, el Dr. Rieux, protagonista de “La peste”, de Camus. Toda explicación del hecho de la muerte del hijo del juez Othon no tiene sentido. Si Dios existiera y estuviera compuesto de los atributos divinos –omnipotencia, bondad, providencia–, tendría que poner coto a los padecimientos de los pobres. Se pueden contar las historias que se quieran, pero, a la larga, el desenlace termina en lo mismo, el absurdo.

LA PARADOJA

El racionalismo moderno o la sinrazón posmoderna no captan ni agotan toda la realidad. La fe no es un acto de la inteligencia de la persona que entiende, o un sentimiento de la persona que ve, sino –como lo subraya Kierkegaard– que es una pasión de la existencia. Pasión pues es un compromiso, drama de lo humano. Pasión pues no quita el dolor o la fatiga, la tristeza o el sufrimiento, sino que los asume. Pasión, finalmente, pues abraza lo contradictorio, lo paradójico, la afirmación y el afecto de alguien que pretende ser infinito y finito al mismo tiempo. ¿Pero cómo creer en ese misterio que rebasa la razón? Como Abraham, en silencio, callado, como él se guardó frente a Sara y frente a su hijo acerca de lo absurdo que se le había mandado. Abraham se mantuvo fiel, confiado en la promesa. Pero, ¿cómo encontrar una certeza así?

Con la razón, a solas, es imposible. Solo percibiendo lo absurdo, tampoco. El Misterio “actúa” al revés. El es el que viene a nuestro encuentro. Lo Infinito se hace finito, vulnerable, dependiente, ajeno a todo poder del mundo, y nos encuentra en un recodo del camino, y nos llama por nuestro nombre. Es la Navidad. Irrumpe en nuestra historia particular y concreta, sin condiciones, y nos pide, a menudo, abrazar apasionadamente lo aparentemente absurdo como le pidió a Abraham. Es la respuesta de la fe. Entonces, ¿para qué tanta apologética, o teología o filosofía? No sé. Cada uno es una historia singular, diferente, pero, como subraya Kierkegaard, dos cosas se pueden colegir de ese revelarse del Misterio hacia nosotros. Lo primero, la falta de silencio que impiden la atención de ese regalo sorpresivo. ¿Cuántas veces el rostro del Misterio se habrá topado con nosotros y no nos dimos cuenta por estar en el barullo de las cosas? Y lo segundo, nuestro añejo prejuicio: aún creemos que Cristo es igual a Sócrates. Y como este, solo cabe pensar, recordar, leer un libro doctrinal para encontrarlo. Que la fe, apasionada, requiere esfuerzo, es mérito nuestro. ¿Triunfalismo cristiano? Nada de eso. Agradecimiento. Es lo que monseñor Luigi Giussani lo describía tan bien: el cristiano no es mejor que otros, solo comunica al que lo encontró, una paradoja: Dios y hombre verdadero.

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