Por Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
La crítica es un trabajo intelectual. Es una actividad en sí misma. Percibe, indaga, examina. Emite juicios con criterios de verdad a partir de evidencias y presupuestos lógicos. Su vértebra es el análisis, la descomposición de las ideas –al decir del viejo Balmes– para conseguir claridad y precisión acerca de un hecho determinado. No puede, entonces, ser invalidada simplemente porque sus conclusiones no agradan, irritan o contrarían las imágenes construidas desde el deseo idealizado o la imaginación. Mucho menos refutada desde la altanería del poder o la soberbia miope.
Aunque tradicionalmente recluida en el círculo de la estética, la literatura y la ciencia, la crítica se proyectó a otros campos, sin renunciar a la rigurosidad de su método. El foco que busca iluminar el camino oscurecido de la política, y sobre todo el del buen gobierno, es el que más espacio ha conquistado en los últimos años. Esa aumentada lente escrutadora se debe a la persistencia de instalar democracias divorciadas de su esencia y alteradas en sus fines, con sus consecuentes e inevitables fracasos. La calificación de fracaso es la puntuación final que resulta de la falta de voluntad o la ausencia directa de políticas planificadas para reducir la pobreza, el analfabetismo, la corrupción, el desempleo y el déficit habitacional.
Cuando Bobbio explora “El futuro de la democracia” (1985) la define como el gobierno del poder público en público, y la opinión pública, citando a Kant, es su nexo indisoluble. Y para hacer más didáctica su presentación la compara con el ágora de la Atenas de Pericles, aquella asamblea de todos los ciudadanos, en un lugar público, “al objeto de hacer y escuchar propuestas, denunciar abusos o pronunciar acusaciones…”. El ágora está simbolizada hoy por los medios y las redes sociales.
Este ejemplo tan básico debe recordar el presidente de la República cada vez que sienta la irrefrenable tentación de descalificar toda censura que provenga de los “que no han hecho absolutamente nada y solamente están sentados en una oficina criticando” (sic). La crítica no es una concesión graciosa, es un derecho ciudadano. Un principio tan elemental como necesario de asimilar. Aunque, inmediatamente, en el mismo contexto se contradice: “Ya perdí muchos privilegios, (el privilegio) de enojarme, de no querer escuchar (…) tengo que aguantar todo y aguanto (hasta) las calumnias”.
No es lo mismo la crítica y lo que el ya citado Balmes denomina “el espíritu de la disputa”. La primera está sustentada en criterios de certeza, con proposiciones que no puedan ser rebatidas como, por ejemplo, que los hechos de corrupción pública deben ser extirpados para que no contaminen todo el cuerpo de un gobierno. En el segundo caso, “no se busca la verdad, sino luchar y vencer”, donde no existe intención de rectificar errores, sino de sostenerlos. Este sencillo ejercicio mental nos ubicará en qué lugar estamos ubicados.
En esa maraña de paradojas interminables, el jefe del Gabinete Civil y secretario general de la Presidencia preguntado sobre las denuncias de presunta corrupción del ministro de Agricultura y Ganadería, en sus tiempos de gobernador del departamento del Guairá, argumenta que la prioridad del Gobierno es el Presupuesto General de la Nación 2021. Cuando se balbucean excusas para la defensa corporativa, hasta la locuacidad tartamudea.
Para no ser menos, el presidente de la Cámara de Senadores sostiene con vehemencia que los intendentes municipales deben terminar sus mandatos “más allá de las acusaciones que pesan sobre ellos”. Aunque, posteriormente, aclara que la Justicia los investigue, desnaturaliza los mecanismos de control internos de esta institución. Luego arremete con la terrorífica idea que a través del voto popular se los condene o absuelva. Una nueva doctrina formulada para la impunidad.
Para clavar un último galimatías, por ahora, a la racionalidad, el jefe de Estado alega que “la corrupción no depende del Poder Ejecutivo, para eso están el Poder Judicial y la Fiscalía, yo no le puedo meter preso a ninguno”. Obsesionado, tal vez, con un caso muy particular, perdió el centro de las normas. La corrupción dentro del Poder Ejecutivo, Presidente, es responsabilidad del Poder Ejecutivo. Los que roban al Tesoro deben ser destituidos. La probabilidad de cárcel ya es una consecuencia de ese primer acto. El Gobierno quedó atorado en lo que García Venturini describe en su libro “Politeia” como distorsión semántica y el “descuidado empleo de los términos fundamentales”. La lucidez hace rato anda extraviada.
Todas estas enumeraciones justifican las críticas, tanto las racionalmente formuladas como las que surgen del sentido común de la calle o desde “la comodidad de una oficina”. Los políticos, y más que nadie quienes están en el poder, escribe nuestro siempre citado Juan Luis Cebrián, deben aprender a tragarse cada mañana un sapo en el desayuno. Salvo que tengan una escopeta a mano.