Por Felipe Goroso S.

Columnista

Twitter: @FelipeGoroso

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En política se trabaja con emociones y sentimientos. Son ellas las que, enmarcadas en un relato convenientemente estructurado en ejes y líneas discursivas y posteriormente distribuidas y ubicadas en plataformas que fueron previamente analizadas en base al perfil de consumidor al que interesa llegar, deberían lograr su objetivo: la movilización. Esa es, en pocas palabras, la que sería la ruta del mensaje.

El que piense que un mensaje le llega por casualidad es, por lo menos, un inocente. Ese mensaje fue previamente pensado, construido, distribuido y puesto en la góndola correcta para que sea visto por quien le interesa al emisor. Muchas veces (la mayoría de ellas) no es una cuestión masiva o cuantitativa. Es, sobre todo, un asunto cualitativo; esto es a lo que llamamos segmentación. Por cuestiones como estas es que en otros países puede verse conglomerados de medios con líneas editoriales complementarias, diversas o incluso contrarias entre sí. Se trata de llegar a diferentes segmentos de la población, eso sí, si un medio es conservador pues debería ser conservador en todos sus productos, lo mismo si se ubica en la línea del progresismo. Por eso la gente opta por ellos, porque al otorgarles previsibilidad la gente ya sabe lo que encontrará en esos medios o en sus figuras periodísticas.

En Paraguay, y es una tendencia mundial, la gran mayoría toma el control de la tele para ver aquel canal, el dial de la radio para escuchar aquella emisora, compra un diario en particular, entra a un portal de noticias o sigue a alguien en redes sociales no para cambiar las ideas que ya se tienen. Es, al contrario, lo que se busca de alguna manera es validar nuestros propios conceptos o suposiciones. Si el mensaje consigue certificar aquellas hipótesis que tenemos, el receptor del mensaje poco o nada se preocupa en confirmar si es verdadero o falso. Si ya teníamos una idea fija sobre algo o alguien, el mensaje o la información nos sirve como un sello de que lo que pensábamos ahora es verdadero porque lo publica otro, generalmente debe ser alguien conocido o con cierta ascendencia en algún campo. Elegimos el medio o la plataforma que más se parece a nosotros para poder decir: “¿Viste que lo que te decía sobre fulano es cierto? Salió publicado en x medio o fulano lo tiró en Twitter”.

Es a lo que se le llama sesgo de confirmación. La definición nos dice que es la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias o hipótesis, dando desproporcionadamente menos consideración a posibles alternativas más allá de que sean verdaderas o falsas. Para los receptores del mensaje se convierte en verdad absoluta desde la publicación de otro.

Y pasa que al final de la jornada, todo se trata de política, esa mala palabra que empieza con p y termina con a. Y como les decía al principio, en política se trabaja con emociones y sentimientos. Y cuando hablo de sentimientos, obviamente debemos incluir a uno de los que más se propaga en épocas de pandemia y con mayor velocidad que cualquier virus: el odio. Para bien o para mal, aún no lo sé, el espacio para la racionalidad es cada vez menor.

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